Onofre llega como todos los días desde hace cinco años a la estación de autobuses a eso de las once y media, despliega en un banco de metal con agujeros la hoja de periódico que lleva guardada en el bolso de la pelliza, se sienta y, así sentado, permanece cosa de media hora hasta que ve llegar, un poco a trompicones, como si hiciera un esfuerzo superior a sus fuerzas, el viejo coche de línea azul cobalto que viene de su pueblo. Entonces se levanta, recoge el papel de periódico y, apoyado en su cacha oscura, se acerca despacio a la dársena diez buscando entre los viajeros que se bajan alguna cara conocida, algún rasgo o algún gesto entre los rostros jóvenes que le resulte familiar, que se asemeje al rasgo o gesto de algún viejo amigo.
Del autobús desciende un chico al que pregunta:
—Chaval ¿no eres tú de Nava?
Así, de sopetón, le ha salido. El joven dice que sí, que es de Nava. Y al oírlo el corazón le da un vuelco. Le pregunta por Andrés, el pastor, por Demetrio, el molinero, por Ramón, y el chico resulta ser nieto de Ramón. “¿Ramón el tuerto? No puede ser”. El chico contesta que sí, que es”. “¿El que tuvo la cogida el día de la Purísima en el año cincuenta?”. “El mismo”. “¿Cómo anda tu abuelo, chico?”. El joven dice que bien dentro de lo que cabe. Luego añade que hace unos meses su abuelo se rompió la cadera y estuvo viviendo una temporada con ellos, pero cuando se encontró mejor, aunque no bien del todo pues todavía iba con tacatá, fue a visitar las dos residencias del pueblo y decidió quedarse en la que está en el antiguo seminario. Él pasa de esas cosas, pero su madre estuvo una semana o así sin salir de casa con un disgusto del copón cuando se enteró que el viejo ya había pagado el mes y la fianza y que ingresaba, de todas todas, al día siguiente.
Onofre sonríe, pensando que “el tuerto” siempre fue así, muy a su aire. Y le va a contar al chico cómo se ganó el apodo, aquella noche vísperas de la Purísima cuando unos cuantos de su quinta, con unas copas de aguardiente de más, se colaron en la finca de don Fernando y desde lo alto de un alcornoque comenzaron a citar a las reses bravas. Pero el joven le corta, dice que en diez minutos sale su autobús para Madrid y que todavía tiene que sacar el billete. “Mañana empiezo a currar en una chapistería y le puedo asegurar que no me vuelven a ver el pelo en el pueblo ni en pintura. Al pueblo solo de visita“. “Dale recuerdos a tu abuelo cuando le veas, de Onofre, dile, el del caserío”. El joven asiente, le da una palmada en el hombro y sigue hacia adelante. Pero antes de ser engullido por la puerta de cristal, Onofre grita: «Que no se te olvide, eh, los recuerdos». El joven, sin mirar hacia atrás, levanta el brazo. Y entonces se da cuenta: No le ha parado porque sí. El chico lleva en las venas la misma determinación y el mismo arrojo que demostró su abuelo hace sesenta años al bajar del alcornoque y ponerse de rodillas y con los brazos en cruz frente al toro, que nada más verle corrió hacia él y le volteó en el aire. Como pudieron le auxiliaron pero cuando llegaron al centro médico había perdido el ojo.
Y contento, desde que se fue del pueblo ésta es una de las pocas ocasiones que alguien le da razón de un viejo amigo, emprende el camino de regreso a casa. De vez en cuando, en sus excursiones diarias a la estación, le han llegado noticias de cómo van los arreglos de la torre de Santa María, tres años llevan ya de obras, o cómo está ese año la temporada de setas, él conoce un adil en el monte donde las setas de cardo se reproducen como por arte de magia, pero de sus amigos nada, ninguna noticia. Por eso encontrar al nieto de Ramón es una muestra de que la espera vale la pena. Lo diferentes que son las personas. El chico se va porque aborrece el pueblo mientras que a él le pasa todo lo contrario. Lo que daría ahora por estar ahora allí. Se fue hace ya hace cinco años, poco después de celebrar la comida de quintos del treinta y dos, al entrarle una pulmonía y empeñarse su Gloria en que no podía vivir sólo, pero por él se hubiera quedado. Camina despacio, agradeciendo el tímido sol que le da en el rostro, que le calienta los huesos. Total, prisa no tiene. Su hija por lo general viene después que él, así que le da tiempo a poner la mesa. Y hasta ver un poco la tele. Le tiene dicho que si llega a casa más tarde de las tres vaya comiendo, pero él no la hace caso y siempre la espera, en casa siempre se comió en familia. Hoy, lo ha visto antes de salir, hay sopa de primero. La sopa humeante y caldosa, a la que le gusta echar migas de pan, es uno de sus platos favoritos. Por cierto, ¿no son la hija de Ramón y su Gloria de un tiempo? Enseguida saldrá de dudas.
Abre la puerta de casa y se fija en el abrigo de su hija colgado del perchero de la entrada. Va a decir “No te puedes ni imaginar con quien me he encontrado hoy” cuando ve a su hija de espaldas, con el auricular del teléfono en la mano y escucha:
—Me corta de salir, de hacer mi vida, y yo, total, tan mayor no soy… No, todavía no lo hemos hablado, Sí… las personas que conozco, que tienen a sus padres en una residencia, me dicen que allí estará bien, aunque la verdad es que no sé como… No, tía, fácil no es.
Onofre retrocede. Sale de nuevo a la calle. Se sienta en el primer banco que encuentra, sin preocuparse, esta vez, de extender el papel de periódico que lleva en el bolso de la pelliza. Nunca pensó que el final de sus días los pasaría en uno de esos sitios donde se aparca a los viejos porque no se sabe qué hacer con ellos y piensa de nuevo en Ramón. En la noche de la cogida. Él siempre creyó que fue un insensato y un loco cuando se puso frente al toro, pero ahora se da cuenta de que puede que no fuera un insensato y que ojalá tuviera él la misma valentía que su amigo. Pese a que el sol de finales de octubre le da de lleno en el rostro, le castañean los dientes. Entonces se levanta y, medio encogido, regresa de nuevo a casa.
—¿Es que no se da cuenta de qué hora es? Creerá que no tengo más preocupaciones.
—Andrés no contesta. Se sienta a la mesa y se fija en el plato de sopa que hay encima. En el ligerísimo manto cuajado de grasa que la recubre. Así quieto parece una estatua. Su hija, en cambio, se mueve de un lado para otro. Cuando regresa a la cocina lleva el abrigo puesto.
—Llamo la tía del pueblo. Me dio recuerdos para usted.
—Muy bien, hija, pues si vuelves a hablar con ella se los devuelves. Los recuerdos.
Parece que la hija quisiera añadir algo más porque se detiene un instante a mirarlo. Al final sólo dice:
—Bueno, me voy…Ah, y hoy no me espere levantado.
Con la cuchara en la mano Onofre se queda solo frente al plato. Ahora que lo piensa últimamente su hija casi siempre viene tarde y cuando llega a casa pasa mucho rato pegada al teléfono. El otro día, sin ir más lejos, al sonar el aparato y cogerlo preguntaron por ella, pero al darse cuenta de que no era ella la que contestaba, colgaron. Entonces creyó que se trataba de un equívoco, pero quizá no fuera un equivoco y lo que pasa es que su hija ha encontrado a alguien. Posa la cuchara en la mesa, se levanta, se acerca al mueble bar y saca la guía de teléfonos del primer cajón. Con ella en brazos se dirige al tresillo de la entrada donde está el teléfono. Pasa las hojas y cuando encuentra el nombre de su pueblo fija la vista en la letra diminuta hasta descubrir en negrita el centro geriátrico “Edad Dorada” situado en la plaza Mayor donde siempre estuvo el antiguo seminario. Mientras marca el número de teléfono nota que el corazón le late con fuerza. Hace tiempo que no estaba tan nervioso, y está a punto de colgar cuando alguien contesta al otro lado:
—Yo, quería… llamaba para ver si tienen plaza… Ya…bien, bien, de acuerdo. No, no se preocupe, mañana insisto yo a esa hora.
Cuelga. Lo ha hecho. Se ha atrevido. Y mañana volverá a llamar a eso de las doce para hablar directamente con la directora que es quien le han dicho que se encarga de los ingresos. Al volver a la mesa se siente ligero, como si de golpe le hubieran quitado un par de años encima. Se sienta, coge la cuchara y se lleva la sopa que se ha espesado a los labios.
Relato de Sol Gómez Arteaga
Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.
En el blog “Sol a la tinaja“ también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora
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