Cosas que no se olvidan


Siempre ha habido lameculos y Salvador, el cobrador del autobús, era uno de ellos.

Sintiéndose alguien importante, despreciaba a aquellos humildes labriegos que cada día viajaban a León al médico o a hacer cualquier gestión en la capital. Los empujaba para el fondo del autobús como las reses que se llevan a la feria. Siempre con cara de pocos amigos, únicamente ofrecía malas contestaciones y desprecios hacia la gente del campo. No era así cuando subía al coche de línea alguien trajeado, alguna autoridad o Miguelón, el cacique de la comarca. En esas situaciones se desvivía por acomodarlos y no tenía ningún problema en desalojar a cualquier pobre mujer de su asiento para que los más ricos viajasen cómodos.

Cada día, en las cocheras de la capital un poco antes de las seis de la tarde, los paisanos de los pueblos formaban la fila para subirse al coche de línea. Salvador, de pie en la puerta del autobús, iba cobrando el importe de los billetes el cual, como es lógico, dependía de la distancia a recorrer.

Uno de esos martes, uno de aquellos campesinos, acompañado por un muchacho que no aparentaba más de diez o doce años, hizo pacientemente la fila para subir al autobús y cuando llegó a la altura del cobrador le dijo:

– Salvador, déjanos subir al coche de línea. Hoy no traigo dinero, pero ya te pagaré. Me conoces y sabes que al llegar a casa o mañana te pago.

—No puedo. No puedo. Se me cae el pelo si te pillan sin billete —le decía Salvador negando con la cabeza.

—Salvador, tengo el rapaz pequeño conmigo… no es por mí. Es por él. No puede caminar tantos quilómetros hasta casa. Yo puedo volver andando, pero llévalo a él —susurraba Andrés mirando a su hijo.

– No puedo saltarme las normas. Ni puedo hacer la vista gorda – decía elevando el tono de voz para que el resto de pasajeros lo escuchasen y así escarnecer a quien le pedía ese tipo de favores.

Quien lo viese en ese tipo de situaciones podría pensar sin peligro de equivocarse que el cobrador disfrutaba humillando a las personas necesitadas.

Dicen en los pueblos que a cada gocho le llega su San Martino y en el caso de Salvador, no fue la fortuna o el azar quien acudió a darle su merecido. Fue su jefe, el dueño de la empresa de autobuses que poniendo el dinero a buen recaudo mandó a todos los empleados a la calle, sin ningún tipo de indemnización ni reconocimiento.

«Pobre Salvador, se dejó la vida por la empresa y le dieron una patada en el culo», murmuraba la gente, compadeciéndose de un hombre que durante más de treinta años no había faltado un solo día al trabajo.

Aunque le quedaban unos años para jubilarse, Salvador no encontraba trabajo y consumía los días encerrado en casa. Echaba de menos el coche de línea. A los pocos meses de perder el trabajo, empezó a sentirse mal, con fatiga y debilidad generalizada. Después de numerosas pruebas, los médicos ordenaron su internación en el hospital del Monte de San Isidro, situado a las afueras de la ciudad de León.

No le pareció un mal lugar de convalecencia, aunque intuía que nada bueno había detrás de aquel malestar. La primera noche internado apenas pudo dormir. La claridad de la llegada del día lo despertó y se levantó a la espera del desayuno. ¡Qué largos son los días en los hospitales!, pensó. Allá, sobre media mañana, distraído mirando los robles del parque aledaño, no oyó entrar al médico que venía a visitarlo.

—¡Buenos días Salvador! ¿Cómo se encuentra? Soy el doctor Arienza, su médico.

Al oír su nombre, Salvador se giró sorprendido. Por un momento, el antiguo cobrador del coche de línea volvió a sentirse importante. Alguien distinguido lo reconocía. Sonrió y dijo:

—¿Sabe cuantos años trabajé de…?

El doctor lo interrumpió y lo mandó sentarse en la cama. Lo auscultó y revisó los análisis que extrajo de un sobre con el sello de unos laboratorios de la capital. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:

—Salvador, descanse ahora. Acá lo vamos a cuidar.

El médico salió de la habitación. Mientras caminaba por el pasillo hacia la recepción, recordó cuando tenía once años y su padre lo llevó al médico a León. Quedaron sin dinero y el miserable del cobrador del coche de línea no les permitió subirse al autobús.

Esas cosas, para bien o para mal, nunca se olvidan.

Gregorio Urz, agosto de 2019

La foto que acompaña la entrada es de Maret Hosemann from Pixabay

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Una noche estrellada


Abriéndose paso entre la maleza, Aurelio bajó al río, y mirando hacia la sierra maldijo:
– La puta madre que los parió… No baja ni una gota. Están empezando a secarse ya todos los pozos del río.

En el lecho de aquel arroyo, entre dos filas torcidas de alisos, un hilo plateado de agua serpenteaba entre las piedras formando un collar de espejos con los charcos.

– No queda otra que subir a robar el agua, le dijo a Pedro, el muchacho que lo acompañaba.

Aunque el año estaba viniendo especialmente seco, las balsas de los vecinos de Serrallobera en la parte alta de río y los motores de riego de gasolina no dejaban escapar una gota de agua río abajo. Aurelio veía como, asfixiadas por el calor de agosto, las ramas de las patatas estaban mustias y empezaban a amarillear. Hacía varias semanas que no llovía y aquel cultivo necesitaba agua.

Días más tarde, ayudado por su hijo Pedro hicieron una balsa en el medio del río con terrones, piedras y tierra. En el medio de la misma pusieron unas ramas verdes de aliso, indicativo de que aquella balsa estaba ‘couta’. Todo vecino de Valdeferrera entendía aquella señal y la respetaba. También los de Serrallobera, el pueblo de arriba, colocaban una rama verde en las ‘chorcas’ pero en este caso el criterio cambiaba. Los de Valdeferrera entendían que tenían ‘derecho’ a reventar aquellas balsas: única autoridad que había en la materia era la Confederación Hidrográfica del Duero que de vez en cuando enviaba a algún funcionario a multar a quienes regasen con agua del río.

No habían pasado ni dos días cuando Aurelio avisó a su hijo de que había llegado el momento de ir río arriba a ‘robar el agua’. Era una operación relativamente sencilla, aunque no exenta de peligros. Se trataba de subir por el río hasta llegar hasta las chorcas, quitar los palos que sujetaban los terrones y reventar la primera de las balsas. Liberada de ataduras, la propia fuerza embravecida del agua se encargaba de hacer el resto del trabajo.

Una vez anocheció, salieron caminando hacia la tierra sembrada de patatas. Allí, al lado del río el hombre colocó una manta y dio algunas instrucciones a su hijo.

– Padre, ¿tiene miedo? ¿Qué pasa si lo descubren? – preguntó Pedro.
– No me van a descubrir – le dijo Aurelio.
– Pero… si te descubren reventando las balsas, ¿también te pueden pegar o llevarte preso? – inquiría el rapaz con preocupación.
– No. No te preocupes. Nadie me hará mal. Tenemos muchos parientes en ese pueblo. Un pariente no ‘descubre’ a otro – afirmaba Aurelio.

Para tranquilizar a su hijo le contó alguna anécdota como aquella vez que fue a reventar las balsas y se encontró de velanda a su primo Honorio o cuando se encontró con Tomasón durmiendo con la escopeta al lado.

Pedro, con doce años recién cumplidos, tenía miedo de quedar solo en medio de la noche, aunque no se atrevía a decírselo a su padre. Antes de partir hacia la sierra su padre lo abrazó.

– No tengas miedo, hijo. Agarra a Kennedy que no venga conmigo.

Una vez que la figura de su padre padre desapareció engullida por las sombras, el desasosiego se apoderó de él. Sintió un ruido entre las ramas de los árboles y se sobresaltó. Detrás de cada sombra imaginó una alimaña y parecía que lobos, raposas, tejones, culebras, estaban al acecho esperando a que se durmiese.

Kennedy, el perro, estaba tranquilo. Tumbado al lado de la manta, de vez en cuanto levantaba una oreja y alzaba la cabeza. Olfateaba el aire y volvía a descansar.

Pedro se tumbó en la manta boca arriba al lado del perro. Miró las estrellas. Eran miles y dibujaban las formas más diversas. Aquel abismo lo intrigaba. Parecía como si alguien las hubiese colocado así. De repente el cielo empezó a dar vueltas sobre su cabeza y tuvo la sensación de caer en el vacío. Mareado, cerró los ojos. Empezó a sentir toda una sinfonía. Un grillo acá, un sapo allá… de fondo las hojas de los árboles movidas por el viento. Abrió los ojos de nuevo y contempló de nuevo el cielo. El paso de alguna estrella fugaz aumentaba aún más su fascinación por aquella inmensidad.

Tratando de encontrar una explicación a toda aquella armonía, Pedro se durmió profundamente. Soñó una vida mejor. Una vida sin aquellas escaseces. Cuando despertó allí estaba su padre, liando un cigarro. El paisaje se iba desprendiendo de su ropaje oscuro y a ras de suelo una bruma, una neblina surgida de la hierba se extendía como una manta por el campo.

– Ya está. A media mañana llegará el agua. Hay que tenerlo todo preparado para regar – le dijo Aurelio.

Pasó el verano, y ese mismo otoño Pedro fue a estudiar a un internado de frailes. Muchos años más tarde, ya en la ciudad, en esas calurosas noches de agosto se asomaba a la ventana, encendía un cigarro, miraba al cielo y maldecía aquel bochorno.


Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones. En este enlace puedes encontrar más detalles.

Photo by slworking2 on Foter.com / CC BY-NC-SA

El trámite


Con dificultad Arsenio se levantó de la cama y se colocó la prótesis en su pierna derecha.

Una vez que tomó el café que había preparado en una ennegrecida cafetera de aluminio, se dirigió al cuarto de baño y con la solemnidad con la que se prepara un novio para el día de la boda se duchó, se afeitó, y se puso una camisa blanca. Antes de ponerse la chaqueta del traje hizo el nudo a la corbata y la ajustó al cuello de la camisa. Estaba impecable.

Agarró su bastón y el sombrero y se dirigió a la parada del coche de línea. Después de más de una hora doscientas catorce curvas y diecisiete paradas en otros tantos pueblos, aquella tartana llegó a León.

Ya en las cocheras, Arsenio renqueando se bajó de aquel autobús destartalado y con toda la ligereza que le permitía su cojera caminó durante tres o cuatro manzanas hasta un edificio con un portón grande custodiado por dos guardias civiles.

Saludó con familiaridad a los uniformados de la entrada y se dirigió al primer piso. Allí agarró un número y se sentó a esperar en un banco de madera.

Detrás de un manoseado mostrador de mármol blanco con vetas grises un joven con corbata atendía las consultas. Se notaba que era nuevo porque de tanto en tanto un señor ya entrado en años se acercaba a darle instrucciones.

La presencia de aquel muchacho incomodó a Arsenio que, inquieto, tintineaba con el bastón en el suelo, creando un ruido molesto para el resto de personas que esperaban en la sala.

Llegó su turno y se dirigió al mostrador.

—Hola, buenos días. ¿Hoy no está Sofía? —preguntó quitándose el sombrero.
—No, no. Está semana pasó destinada a la oficina del Gobernador Civil. Mi nombre es Paco y la sustituiré hasta que se cubra la plaza definitivamente.
—Muy bien. Mire, quería saber si ha salido el visado de mi mujer. Se llama Evangelina dos Santos.
—¿Tiene usted el resguardo de la solicitud?
—No, no lo tengo.
—¿Conoce el número de expediente?
—No, no —balbuceaba Arsenio agitando con nerviosismo los brazos—, ni Sofía ni don Raúl me pidieron nunca resguardos ni el número de la solicitud. Mire bien por favor. Ya hace unos cuantos meses que inicié el trámite, y ya debería haber salido.

Paco, el joven que lo atendía, trataba de explicarle que sin un número de expediente o un resguardo la gestión no daría resultado alguno.

—Mire —le dijo— aquí no me figura ninguna solicitud a nombre de ninguna Evangelina ni de nadie que apellide Dos Santos…
—Dos Santos, es separado. Dooos Saantos… —interrumpía la explicación Arsenio, cada vez más alterado y elevando el tono de voz.
—Mire señor, no grite. Lo siento mucho, no puedo ayudarle. Hágase a un lado, por favor. ¡Siguieeente! —dijo Paco poniendo fin a aquella conversación.

Sintió Arsenio como si alguien hubiese sacado el tapón de un desagüe y él era el agua que se escurría por el agujero. Le faltaba el aire y lo invadió un sudor frío. Tenía dificultades para hablar y notaba que se le entumecía el brazo con el que se apoyaba en el bastón.

Arsenio sintiendo como las fuerzas lo abandonaban se desplomó al suelo.

En torno a él se formó un gran revuelo. Los que allí estaban lo estiraron en el suelo, le aflojaron el nudo de la corbata y con una carpeta le daban aire. Uno de los primeros en salir a socorrerlo fue Raul el director de la oficina, que le daba pequeñas bofetadas en la cara tratando de que volviese en sí.

Todo en vano. Cuando media hora más tarde llegó la ambulancia y el personal sanitario se lo llevó en una camilla, seguía inconsciente aunque respiraba.

Una vez regresó la calma a la oficina y cada uno volvió a su lugar, don Raúl se acercó a Paco y le pidió que lo acompañase a su despacho.

Ya más tranquilo, le explicó:

– Ese señor que se acaban de llevar, se llama Arsenio y lleva meses pasando por esta oficina. Su razón de vivir es venir acá cada viernes, esperar pacientemente su turno y preguntar por un trámite que no existe. Ni siquiera existe su mujer.

Hizo una pausa y mandó a su secretaria a buscar café y agua. Encendió un cigarrillo y siguió con los detalles de la historia:

—Arsenio hace tres años tuvo un accidente en el que murió su familia. Poco a poco va recordando algunas cosas. Un día se presentó aquí, en el Gobierno Civil, preguntando por su mujer y su hijo. Se le metió en la cabeza que habían vuelto a Brasil y que necesitaban un visado para volver a España. No sé… se le metió eso en la mollera como se le podía haber metido otra cosa —decía Raúl señalando con el índice su sien.

—Así que, ya lo sabes, cuando el próximo viernes venga a informarse del trámite, limítate a decirle que no, que todavía no se ha resuelto nada.

—Pero algún día deberá saber la verdad ¿no es mejor decírsela? —preguntaba Paco.

—Sí, sí. Claro que debería saber la verdad. Pero, ¿quiénes somos nosotros? No se mete con nadie ni hace daño a nadie. No sé tu, yo soy un simple funcionario… —se justificaba Raúl.

—Lo que usted mande, don Raúl. Quizás tenga usted razón —dijo Paco asintiendo con la cabeza.

—No sé si tengo razón o no… a veces vivir exige una buena dosis de mentira para poder soportar el dolor.

Cabizbajo, Paco volvió de nuevo a su escritorio.

Arsenio nunca regresó.

 

Gregorio Urz, mayo de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Hugo Gamelas on Foter.com / CC BY-ND

Una vida mejor


—Dai-ye, dai-ye. ¡Dai-ye fuerte! ¡joder!. Dale sin duelo —le decía Antonio a su cuñado Ángelín.

En una esquina acorralado, un gato trataba de plantar cara a dos hombres armados uno con una gruesa cayada y el otro con el mango de una escoba.  Encorvado, con todos los pelos del lomo y del rabo erizados, el felino saltaba de un lado a otro tratando de esquivar la lluvia de golpes.

Mal final encontró el pobre animal. Había entrado en el lugar equivocado y, a pesar de la resistencia ofrecida, pocos minutos después reposaba desollado en el fregadero de la cocina.

—Pero ¿viste qué grande? Nunca vi un bicho tan gordo —decía Angelín.

Aquel día Antonio fue a esperar a Carmina a la puerta de la fábrica de conservas en la que trabajaba. De regreso, en el autobús, le contó que Angelín que venía del pueblo a pasar con ellos las navidades, había traído un poco de matanza y una liebre bastante grande. 

“¿Una liebre? ¿De dónde demonios habrá sacado mi hermano una liebre?”, se preguntaba Carmina. Sea como fuere, era una buena noticia. Hacía meses que en aquella casa no entraba un pedazo de carne.

Carmina y Antonio habían dejado el pueblo con el anhelo de una vida mejor pero las cuentas no estaban saliendo como las habían echado. La vida en la ciudad no era cómo se la habían pintado. Antonio no encontraba trabajo y el magro sueldo que Carmina ganaba en la fábrica se evaporaba con el pago del alquiler del piso donde vivían. Las patatas y algo de matanza que traían cada vez que iban al pueblo eran el principal sustento de aquella familia. No pasaban hambre pero la escasez reinaba en aquella casa y también en el barrio donde vivían. 

Carmina, cansada tras una larga jornada laboral, agradeció que Antonio la fuese a buscar al trabajo y la acompañase de vuelta a casa. Sin la compañía de los hijos aprovechaban para hablar de las preocupaciones y problemas que los acuciaban. Como cada día comentaron de la falta de dinero y de la incapacidad para adaptarse a aquella vida donde casi todas las horas del día eran de color plomizo o negro. 

Camino de casa, pasaron por el colegio a buscar a sus hijos. Justo ese día los pequeños, un oasis de vida en aquel desierto de cemento, empezaban las vacaciones de Navidad. Casi llegando al edificio donde vivían, Antonio entró al colmado a buscar una botella de vino para cenar. Carmina siguió de largo con los retoños. Al entrar en el portal, la mujer se paró a leer un aviso que había pegado en la puerta. Miró que no la viese nadie y, frunciendo el ceño, lo arrancó de un manotazo y lo guardó doblado en un bolsillo. 

—Mamá ¿qué pone ese papel? —preguntó Fermín su hijo pequeño, al ver a su madre retirar el papel con rabia. 
—Nada, nada. Buscan una chica para hacer labores de casa —contestó su madre.

Dicen que las fiestas se conocen por las vísperas y aquellas navidades no podían empezar mejor. Los más pequeños, contentos por el inicio del asueto escolar, comieron gustosos la deliciosa ‘liebre con patatas’ que preparó su madre. Se rieron con las historias y cousillinas que su tío Angelín les contó. También Carmina y Antonio reían. Aquella noche las penurias se iban diluyendo en cada ronda de vino y, a medida que descendía el líquido de la botella, en los corazones de aquella pareja crecía la confianza en un futuro mejor. 

Después de una larga velada, los más pequeños cayeron derrotados por el sueño. Sus caras reflejaban la felicidad del momento. Con cuidado Antonio los desvistió y los llevó a la cama. Carmina los miró y sonrió. “Bendita inocencia”, pensó. Volvió a la cocina y empezó a recoger la mesa tirando las sobras de comida a la basura. Abrió el cubo y recordó que aún guardaba el papel que había arrancado de la puerta. Lo desdobló y antes de arrojarlo con los desperdicios, lo leyó de nuevo: “Perdido gato. Se ofrecerá recompensa. Razón: Amalia, 4º 1a

Gregorio Urz

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

¡Esto te interesa!  Si quieres estar enterado de las últimas noticias en relación al blog, pero no quieres que te lleguen correos a tu buzón, puedes unirte a nuestro nuevo canal en Telegram Estarás al día de todo lo publicado y podrás entrar a consultarlo cuando te plazca… También puedes seguirnos en nuestra cuenta de Instagram, @lanuesatierra en Twitter y en Facebook

Ángela


Hubo un tiempo en que la caza no era un lujo sino una necesidad. Era la única opción de los pobres de llevar un trozo de carne a la boca. Y aquella perrina, la Mori, era una bendición.

Era infalible siguiendo el rastro de animales. Cazaba perdices, cogolladas, o curros antes de que levantasen el vuelo, y con las nevadas del invierno siempre atrapaba alguna liebre o conejo… Era tal la inteligencia de aquel animal que algunos días al amanecer cuando Toña, su propietaria, abría la puerta de la calle, allí estaba la Mori sentada con una pieza en la boca.

Conocedores los vecinos de aquella habilidad, no le faltaban a la dueña ofertas de compra por el animal. Abilio el pastor le ofreció un cordero. “El mejor de la cuadra, el que tu elijas”, le decía; Marcelo llegó a ofrecerle 20 duros; Julián se la cambiaba por dos ovejas… Pero ni por todo el oro del mundo Toña se hubiese desprendido de ella.

Cada día, antes de ir a dormir, Toña en una lata vieja de hojalata colocaba las sobras de la cena y las compartía con la perra. Disfrutaba acariciándola y jugando con ella. Una y otra vez le pasaba la mano por la cabeza y el lomo, le tiraba con dulzura de las orejas y la abrazaba. La Mori respondía a estas señales de amistad tirándose boca arriba y dejándose acariciar la barriga o saltando y mordiendo las manos de Toña sin llegar a hacerle daño.

Una noche de abril, la Mori no apareció. Preocupada Toña por la inesperada ausencia, salió a recorrer las calles del pueblo:

—Moooori, Mooori —la llamaba sin obtener resultados.

Antes de meterse en la cama, se asomó varias veces a la puerta de casa a ver si la veía. Nada. Ya acostada, el desasosiego no la dejaba dormir. En una de las pesadillas, la Mori era arrastrada por la corriente enfurecida del río sin que ella pudiese rescatarla.

Así amaneció, Toña bajó a la calle esperando encontrar a su fiel compañera. La llamó pero tampoco se presentó la perrina. Angustiada, la muchacha la buscó por las huertas, se asomó a las norias, y a cada vecino con el que se encontraba le preguntaba: “¿Has visto la mi perrina?”. Nadie la había visto. Aquello era un misterio. Toña estaba segura que el animal no había desaparecido voluntariamente. Presentía que algo malo le había pasado. Si estuviese encerrada en alguna cuadra la escucharía ladrar o aullar. Pero, no. La perra no daba señales de vida. Llegó a pensar que alguien con mucha maldad la había envenenado y agonizaba sola en el monte.

No obstante, en los pueblos cualquier sebe, tapia o pared tiene ojos y oídos y días más tarde Toña supo del destino de la Mori.

Resulta que habían sido las confesiones y habían llegado varios curas de la contorna a auxiliar a don Saturio, en la ardua tarea de perdonar los pecados y establecer las correspondientes penitencias. Uno de estos curas, de nombre Tomás y a cargo de la parroquia de Llargañoso, gran aficionado a la caza, oyó hablar de la destreza de aquel animal, lo metió en el maletero de su coche y se lo llevó. Era una época en que curas y caciques se creían dueños de todo bicho viviente.

Durante varios días Toña contrastó aquellas informaciones y efectivamente se confirmó que el cura de Llargañoso, como un vulgar ladronzuelo le había robado a su querida perra. Preguntó a unos y a otros cómo llegar a esa localidad y planificó en detalle el viaje. A pesar de que Llargañoso distaba unos treinta y pico o cuarenta kilómetros de Valdeferrera, la distancia no asustaba a Toña que no se resignaba a perder a su compañera del alma.

Calculó Toña que, saliendo temprano de casa llegaría sobre las dos de tarde a Llargañoso, rescataría a la Mori, emprendería el regreso y, con un poco de suerte, estaría de vuelta en Valdeferrera antes de las once de la noche. Si la cosa se torcía, quedaría a dormir en casa de los parientes que vivían en Escuiral.

La noche antes de partir, Toña durmió poco y mal. Sobre las cinco de la mañana el canto de uno de los gallos de su vecino Higinio la despertó y se levantó. En un fardel de tela colocó un trozo grande de pan, una cebolla y un poco de tocino. Sin esperar a que clarease el día, se puso en marcha en dirección a Astorga.

Durante horas Toña caminó, caminó y caminó sin descanso por caminos de tierra. Únicamente sobre las once de la mañana paró junto a unas matas de roble a comer parte del almuerzo que llevaba en la fardela. A la una del medio día estaba cerca de Astorga, y dejando la ciudad a su izquierda enfiló en dirección a San Félix. Ahí dejaba la comarca y entraba en un país que le era desconocido. Por este motivo, decidió que lo más conveniente era caminar por la carretera. Pasó por Juncoso, Llagartera, Sabugo, Escuiral, Valdellobos y Carrezal hasta que finalmente, después de varias horas más caminando, llegó a Llargañoso. Eran más de la cuatro de la tarde.

Cerciorada de que había llegado a destino, averiguó donde estaba la casa del cura. Era una casona grande situada detrás de la iglesia. Pegada a la vivienda había unas cuadras y, protegida por un muro alto de tapial, una huerta a a la que se accedía por un portón de madera. Barruntó que allí estaba su Mori querida, sospecha que se confirmó cierta al escuchar sus ladridos al otro lado de la tapia. El animal que ya había percibido la presencia de su dueña, aullaba y ladraba nervioso.

Estudiada la situación, el momento de rescatar a la perra era a la hora de la misa cuando el cura estuviese ocupado. La misa era a las cinco de la tarde y Toña, apenas oyó el toque de las campanas y confiada en que no hubiese nadie en la huerta, se dirigió con decisión al portón. De repente, éste se abrió y por allí salió don Tomás, el cura. Toña al verlo se asustó, dio media vuelta y empezó a caminar deprisa calle arriba. El cura que ni reparó en la presencia de la muchacha, sacudiéndose la sotana se alejó apresuradamente en dirección a la iglesia.

Pasado el sobresalto, Toña volvió de nuevo a su cometido. Temblorosa abrió el portón y se asomó a la huerta. Al fondo, en un cobertizo con cubierta de teja al lado de un montón de leña divisó a la Mori atada a un poste de madera. Cuando el animal vio a Toña salió corriendo hacia su dueña. Retenida por la cuerda, brincaba enloquecida de un lado para otro y movía el rabo frenéticamente. Desbordaba alegría.

—“Chisssst, chisssttt. Tranquila, Mori. Ya está. Ya está” —le dijo Toña abrazándola. Le quitó la cuerda y el collar y los lanzó con rabia al montón de la leña.

Ante el temor de verse sorprendida abandonando una propiedad ajena, salió de la huerta con calma y aplomo y empezó a caminar sin prisa hacia la salida del pueblo. Cuando se hubo alejado unos cien metros de las últimas casas, empezó a correr por la carretera. “Vamos, Mori. Vamos” repetía.

Después de diez o quince minutos corriendo, Toña se sentó jadeando en la cuneta. No podía más. Del fardel que llevaba sacó el pan y el tocino que quedaba y se lo dio a la perra. La estrujó contra el pecho con fuerza y no pudo evitar echarse a llorar. La Mori, al verla así, miraba a Toña con la cabeza apoyada en su pecho y la lamía tratando de consolarla.

Después de haber llorado un rato, la muchacha se sintió mejor. Estaba feliz de haber recuperado a su querida compañera. También el animal parecía muy contento con el reencuentro. Reanudaron la marcha por la carretera, caminando con paso ligero. Cuando sentían el ruido de algún coche, apresuradamente se salían del camino y se escondían entre los matorrales.

Poco a poco, y sin que Toña se diese cuenta, el manto negro de la noche fue cubriendo el monte. Los robles, piornos y urces que bordeaban la carretera se convirtieron en amenazantes sombras. Toña, con la perra al lado se sentía segura, pero era sabedora de que por aquellas espesuras merodeaban manadas de cinco y más lobos. Tuvo miedo y aceleró el paso. Con la noche encima, era temerario intentar llegar a casa de los parientes de Escuiral y decidió quedarse en el primer pueblo al que llegase.

Después de caminar una media hora llegó a Valdellobos. Allí buscó un sitio donde dormir. Pensó que el pórtico de la iglesia era el mejor lugar para pernoctar. Al menos estaría protegida de la lluvia y de las alimañas, que no siempre son animales. Contenta de haber recuperado el botín perdido, se sentó con la espalda apoyada en la puerta de la iglesia y colocó en su regazo al animal. A pesar del calor de la perra, sentía frío. Estaba muy cansada, no tenía abrigo y las losas del suelo estaban heladas. Cada pocos minutos se levantaba, caminaba un rato hasta entrar en calor y volvía de nuevo a sentarse.

Sentada, contemplaba el cielo y la luna llena y echaba cuentas de las horas que quedaban para el amanecer. Estimaba que con una luna así, a las seis y media de la mañana o antes podría emprender de nuevo el camino de vuelta a Valdeferrera.

Ensimismada en estos pensamientos, se asustó cuando vio acercarse hacia ella una sombra negra llevando una linterna. La Mori, nerviosa, se colocó en guardia emitiendo un gruñido amenazante.

—Pero hija, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No tienes miedo?

Quien la interrogaba era una vecina del pueblo que vivía enfrente de la iglesia y desde la ventana de la cocina llevaba un buen rato observándola.

Toña le contó de dónde era, quienes eran sus parientes, y le explicó que alguno de ellos vivía en el pueblo vecino. También le detalló que había ido a Llargañoso a recuperar la perra que tanto quería. Y le dijo que no, que no tenía miedo. Que con aquella perra al lado no tenía temor.

—Ven hija, ven a casa. Que si pasas la noche aquí vas a pillar una pulmonía.

Aquellas palabras sonaban sinceras y Toña la acompañó. Al entrar en la cocina de aquella desconocida y notar el calor de la lumbre, Toña agradeció haberse encontrado con un ofrecimiento así. Sin apenas pronunciar palabra, aquella mujer le preparó un par de huevos fritos que le sirvió acompañados con un trozo grande de pan. Una vez cenó, la mujer le dio un cobertor y la acompañó al pajar. Allí, al lado de la cuadra de las vacas, encima de un montón de yerba seca se acurrucó Toña abrazada a la Mori. Enseguida la rindió el sueño.

La noche transcurrió sin sobresaltos. Serían ya casi las ocho de la mañana, cuando los rayos de sol que se colaban por las rendijas de la ventana del pajar despertaron a Toña. Fue a la cocina. Allí estaba aquella buena samaritana quien le sirvió un plato de sopas de ajo. Abrumada y agradecida por tanta hospitalidad, Toña se despidió convidando a Ángela, que es como se llamaba aquella mujer, a pasar en su casa la fiesta de San Juan.

Feliz de tener a la Mori a su lado, y acostumbrada a las largas jornadas de caza en el monte, el camino de vuelta a casa se le hizo corto a Toña. Caminaba con el mismo entusiasmo y ligereza de quien regresa a su hogar después de una larga ausencia.

Quien aquel día vio a Toña podría pensar que tal vez fue el día más feliz de su vida. No. No lo fue. Lo fue aún más el día del bautizo de su hija, a quien llamó Ángela. Ni siquiera le importó que el cura que ofició el sacramento fuese don Tomás. Eso sí, en ningún momento perdió de vista a la Mori.

Gregorio Urz, agosto de 2018

La foto que acompaña la entrada es de Aloïs Moubax from Pexels

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

El señor obispo


Aún no eran las cinco de la mañana y en la cantina de Valdeferrera ya había movimiento.

A luz de una tenue bombilla, Julia la cantinera, iniciaba la preparación del banquete que le había encargado don Saturio, el cura de la localidad.

Primero encendió la cocina de leña, después salió al portal agarró los lechazos que colgaban de una viga y los colocó encima del tajo de madera. Macheta en mano, y con golpes enérgicos, los troceó y puso en una bandeja de barro a la espera de añadirles el adobo.

Mientras seguía con los preparativos y esperaba a su prima Rosina y a su sobrino Juanín cavilaba sobre cómo organizar el convite.

Ese día eran las confirmaciones de unos jóvenes del pueblo y esperaban al obispo. Nadie vivo en Valdeferrera recordaba un visitante tan ilustre, y todo el pueblo estaba movilizado.

Sobre las diez de la mañana un grupo de jóvenes subió al alto a otear la carretera de Vegarriba. Cuando vieron llegar una comitiva de vehículos encabezada por el Citroen de don Saturio empezaron a tirar los cohetes que tenían preparados. Aquella era la señal para tañer las campanas y organizar el recibimiento al prelado.

Al llegar a la plaza de la iglesia, el obispo se bajó de un coche negro grande y, desde lejos, bendijo a la gente que esperaba en la plaza. Acompañado por don Saturio y otros tres o cuatro curas, a juzgar por las sotanas que vestían, entraron en la iglesia.

La celebración del sacramento y la misa transcurrió de acuerdo a lo planificado. Nada falló y todo lo ensayado los días anteriores salió de acuerdo al guión previsto. Don Saturio que, habitualmente, estaba hinchado, ese día lo estaba aún más ya que en esta ocasión se había convertido en guardián del sello episcopal, determinando quien podía besarlo o no, franqueando o permitiendo el acceso al obispo. Y como siempre, más pendiente de los deseos de la jerarquía eclesiástica que de los feligreses.

Don Honorio, el obispo, solícito ofrecía la mano a los muchachos jóvenes para que le besasen el anillo, e igualmente solícito la retiraba cuando quienes trataban de besarle la mano eran las beatas desdentadas o las mujeres mayores. Mientras que a los primeros los acariciaba en el rostro o en la cabeza, a las segundas se limitaba a bendecirlas tomando una cierta distancia. Sin duda alguna el obispo prefería la juventud. Si uno fuese mal pensado, pensaría incluso que al obispo le daba asco que le besasen la mano las mujeres; y más si éstas eran viejas, feas y pobres. Y a decir verdad, en esos años en Valdeferrera la pobreza abundaba.

Acabada la celebración en la iglesia y el besamanos al obispo, el fin de fiesta era la comida en la cantina de Julia. Allí habían dispuesto una mesa grande en la que las fuerzas vivas de la localidad agasajarían al obispo con manjares de la tierra: unas bandejas de embutidos y unos lechazos asados al horno. Presidiendo la mesa estaba don Honorio, quien tenía a su derecha a Arturo, el sargento de la Guardia Civil y a su izquierda a don Enrique el médico. También en la mesa estaban Leopoldo el Alcalde del Ayuntamiento, Aurelio de la Cámara Agraria, Ismael el Secretario Municipal, y varios sacerdotes que acompañaban al obispo. Todos hombres.

Julia la cantinera se movía sin descanso de un lado a otro llevando allá vino, al otro lado pan, bandejas de comida aquí y allí. Juanín su sobrino le ayudaba llevando los platos a las mesas que, en la cocina, servía su prima Rosina, la cocinera del banquete. Más que moverse, Julia bailaba como una peonza: de la cantina a la cocina, de una punta de la mesa a la otra. Ya en los preparativos había sido advertida por el cura de que había que estar pendientes de que no le faltase de nada al obispo.

– “Julia, que sobre de todo. El embutido abundante. Hay que estar muy pendientes del señor obispo. No te olvides: el primero al que hay que servir es al señor obispo… cuando sirvas el café dejas las botellas de orujo y de coñac al lado del señor obispo”- le había repetido insistentemente.

“Señor obispo, señor obispo. Vaya con el señor obispo. Peor que cualquier paisano de los que viene a la cantina. Vaya buey. ¡Qué buena pareja haría uñido a don Santurro”, pensaba Julia. ¡Qué acostumbrado está a que lo sirvan!

La comida transcurrió sin sobresaltos. Don Honorio demostró sobrado aprecio por los productos del lugar, despachando él solito media bandeja de cordero asado. A su juicio todo estaba bien sabroso, opinión que compartían el resto de comensales y que puso especialmente contento a don Saturio.

Conforme avanzaba la comida, el vino empezaba a hacer efecto entre los comensales que al levantarse al baño se tambaleaban ligeramente como los carros por caminos bacheados. Acabada la comida, Julia  y su sobrino distribuyeron unos dulces por la mesa y comenzaron a servir el café, cada uno por una punta. Justo cuando le servía al obispo, Don Enrique el médico que trataba de ocupar de nuevo su silla, se trompicó y golpeó el brazo de la cantinera. La jarra entera de café cayó sobre la impecable sotana del prelado.

– Perdón, perdón-, decía Julia mientras se secaba el café del brazo con el delantal.

De todos los puntos de la mesa se alzaron voces recriminando a la mujer por su torpeza e interesándose por el estado del obispo.

– Pero, pero… Julia, por el amor de Dios, pon atención en lo que haces- gritaba don Saturio.

Escarnecida por las recriminaciones de los comensales, Julia agachó la cabeza y sin decir una palabra limpió la mesa, colocó de nuevo las tazas en su sitio y volvió a la cocina a buscar más café.

Poco a poco el murmullo de criticas y burlas se apagó y todos los comensales volvieron a ocupar su sitio para el café y los dulces. Esta vez, con sumo cuidado, Julia llenó la taza del obispo sin derramar una gota

Don Saturio, el cura, que seguía la maniobra con atención, ya la había advertido con voz grave:

– Cuidado Julia, no la vuelvas a preparar…

– “Bueno, bueno, no pasó nada. Mujer tenía que ser”- dijo el obispo con desprecio y soltando una risotada burlona.

Julia, colorada como el hierro a punto de fundirse, clavando la mirada en los ojos del obispo exclamó:

– ¿Mujer tenía que ser? Pues sí ¡mujer! Cómo la que lo parió a usted… o ¿a usted lo parió una burra?

Con parsimonia Julia se sacó el mandil y caminó hacia la cocina donde Juanín se había refugiado al ver a su tía embestir al obispo. Julia cerró la puerta tras de sí y, resoplando, se sentó al lado de Rosina. Miró a su sobrino y los tres empezaron a reírse a carcajadas.

Hacía años que en aquella cantina no se escuchaban unas risas así.

Gregorio Urz, marzo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

A %d blogueros les gusta esto: