Tambos, timbas y tumbos: una historia de emigrantes


Aquel soleado domingo de octubre, Baudilio un muchacho de Luyego, esperaba impaciente la llegada de sus vecinos Andrés y Prudencio. Nervioso, subía y bajaba la escalinata de la basílica de San José de Flores. Preguntó la hora a uno de los viandantes, y viendo que faltaba un rato grande para las siete de la tarde, se asomó a la iglesia.

Ya en el interior del templo, al fondo —justo encima del altar— vio la imagen de una virgen que le recordó a Nuestra Señora de los Remedios. Se arrodilló en uno de los bancos y empezó a rezar: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…”.

Acabada la oración, no pudo evitar emocionarse recordando a su familia y la romería que ese día se celebraba en su pueblo, a miles de kilómetros de allí. Con devoción le pidió a la Virgen que le ayudase a salir de la penosa situación en la que se encontraba. Hacía un año y medio que había llegado a la Argentina, pero las cosas no eran como se las habían pintado. Trabajaba de peón en un tambo, que así llaman a las lecherías. Cada día, Saturio un joven llegado de un pueblo de Sanabria y él, se levantaban a las cuatro de la mañana para ordeñar a las más de cien vacas de aquella explotación. Era un trabajo duro y mal pagado, pero lo peor eran los días de lluvia que acaban de pies a cabeza llenos de moñica. Además era un trabajo que no le gustaba. Baudilio había llegado a Argentina a ganar dinero, mucho dinero. Pensaba regresar rico, comprar tierras, y ponerlas en renta. Se casaría con Emilia e irían a vivir a Astorga cerca de la catedral. Pero nada de eso parecía posible. No tenía un pariente o un conocido que lo colocase en alguno de los exitosos negocios que los maragatos habían puesto en marcha a lo largo y ancho del país. La realidad le había soltado una coz más fuerte que las de las vacas que ordeñaba y sentía que no podía salir del montón de estiércol en el que estaba atollado. Había llegado pobre y seguía pobre. “¡Virgen Santísima, ayúdame!”—rogaba mirando a aquella pintura del frente de la iglesia.

Habiéndose encomendado a la patrona, Baudilio salió de nuevo a la plaza General Puerreydón y a lo lejos vio a Prudencio que estaba liando un cigarro. Prudencio se ocupaba como ‘changarín’ vagando de finca en finca haciendo ‘changas’ o trabajos ocasionales. Al igual que otros peones rurales recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires ofreciéndose en estancias y haciendo cualquier ‘changa’ que fuese menester. Todas las labores se le daban bien y al ser buen mozo no tenía dificultad para ser contratado… que si esquilar las ovejas, que si arar para la siembra, que si la recogida del pan o las patatas.

Cuando ambos hombres se vieron, se dieron un abrazo y empezaron una animada charla mientras caminaban hacia la parada del tranvía que los acercaría a la estación de subterráneos donde habían quedado con Andrés. Los tres habían llegado juntos en el mismo barco, el León XIII para más señas, y habían empezado a trabajar como peones en la misma estancia. Al cabo de pocos meses Prudencio fue despedido ya que coincidiendo con el cobro del salario mensual desaparecía varios días sin dar una explicación convincente al estanciero. Andrés, 6 ó 7 años más viejo que ellos, al medio año de llegar compró un caballo y un carro y se dedicaba al comercio de pieles. Y Baudilio, aunque empezó de peón, fue colocado en el tambo donde hacían falta personas cumplidoras como él para sacar adelante la delicada, aunque ardua, tarea del ordeño diario.

El tranvía paró justo enfrente de la recién inaugurada estación de subte de Caballito. Desde el vehículo vieron a Andrés que —distraídamente— fumaba un cigarro. Una vez se bajaron del coche, ambos corrieron a saludarlo efusivamente. Por una pronunciada escalera bajaron al hall de la estación, compraron el boleto y se dirigieron al andén. “Compañía de Tranvías Anglo Argentina” decían los carteles. Unos minutos más tarde, por uno de aquellos túneles asomó un moderno tranvía eléctrico. Cuando Prudencio se subió al lujoso vagón de madera exclamó:
–¡En este país hay mucha plata! ¡mucha plata!

Unos veinte minutos más tarde bajaron en la estación de Congreso y, guiados por Prudencio, se dirigieron a un bar regentado por Maximino, un cepedano de San Feliz de las Labanderas. Allí los sábados se juntaba una numerosa colonia de paisanos gallegos, asturianos y leoneses para jugar al truco y echar unos vinos.

Apenas habían puesto los pies en el local, Prudencio empezó a moverse nervioso y agarrando del brazo a Baudilio y Andrés les pidió salir de allí. Ya en la calle les explicó que debía dinero a unos calabreses con malas pulgas.

No hizo falta que Prudencio diese detalles sobre esas deudas. De sobra sabían sus paisanos que buena parte del dinero que Prudencio obtenía en las changas lo invertía en ‘los burros’ —carreras de caballos— o en las variadas ‘quinielas’, que era como le decían en aquella época a las loterías clandestinas e ilegales que proliferaban por la ciudad. Soñaba ganar ‘la grande’ y regresar rico a España. De igual manera, con la esperanza de incrementar sus ganancias, una vez cobrado el jornal o cada vez que obtenía un pequeño premio en los juegos de azar, frecuentaba garitos y timbas. Su juego preferido era el ‘siete y media’ aunque, después de varias copas de aguardiente, estas sesiones acababan siempre de la misma manera, con Prudencio sin una perra en el bolsillo o incluso endeudado con otros tahúres y gente de mal vivir.

Guiados por Prudencio callejearon un rato hasta llegar a una casa de planta baja de la calle San José. Prudencio llamó a la puerta y, después de una comprobación por una mirilla dorada, un hombre mulato los hizo entrar. Caminaron por un estrecho pasillo y al fondo a la izquierda se encontraron con un bullicioso salón con una barra y varias mesas de juego. Al lado de la barra, unas muchachas jóvenes conversaban animadamente con los clientes. Baudilio, que nunca había estado un local así miraba todo entre azorado y asustado.
—Pero Pruden, me cagüen redios ¿a ónde nos traes? —exclamó Baudilio.
—¿No es hoy la patrona del pueblo? Pues habrá que celebrarlo… —dijo con una sonrisa burlona —Tomai una copina mientras yo echo una mano a las cartas.

“Esto es un desplumadero” le dijo Andrés al oído a Baudilio. “Ya verás lo que tardan en sacarle todos los cuartos… Tú, estate tranquilo, pero no te separes de mi ¿vale?”.

Prudencio sacó un fajo de pesos del bolsillo y se sentó en una de aquellas mesas de juego. Baudilio y Andrés se acercaron a la barra y pidieron dos vasos y una botella de vino.
—“¿Qué tal va el negocio de las pieles, Andrés?” —preguntó Baudilio.

Andrés le confesó que no le iba nada mal, que había una buena demanda de cueros para zapatos y abrigos. Le contó que recorría los pueblos de la provincia de Buenos Aires comprando pieles de carpincho, ciervo, nutrias, zorrinos, gato montés, yacaré, e incluso víboras, que los campesinos ‘cueriaban’. Esas pieles las vendía en capital a dos o tres peleteros de confianza, obteniendo en cada viaje una buena ganancia. Le explicó curiosidades de aquellos animales del interior de Argentina. Le detallaba que había gatos monteses, como los yaguaretés o los pumas, que podían ser más grandes que los mastines que en León protegían a los rebaños del lobo, o que los zorrinos te meaban para defenderse y que el olor del orín era tan fuerte que te hacía llorar y no se iba de la ropa en semanas.

Apoyados en la barra del bar, ambos jóvenes mantenían una animada conversación, únicamente interrumpida por discusiones por los naipes, algún amago de pelea o por alguna de aquellas chicas que, con un cigarro en la boca, se acercaba a pedirle fuego a Andrés y trataba —sin demasiado éxito— de establecer una conversación con ellos.

Baudilio habló de la vida en el tambo. Angustiado, le contó que no veía la manera de salir de aquella situación. Andrés trató de animarlo, aunque las noticias que tenía que darle no iban a ser de mucha ayuda. Poniéndole la mano en el hombro le dijo:
—Baude quería contarte que me vuelvo para España. Hace días recibí una carta de mi hermana contándome que mi padre no anda bien. No he ahorrado mucho, pero… lo ahorrado me da para comprar algo de ganado y alguna tierrina. Si Dios quiere, pasaré fin de año en Luyego.

El joven al escuchar aquello no pudo disimular su contrariedad. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le costaba contener el llanto. Andrés continuó:
—Mira Baude, Argentina es un país muy rico. Aquí se puede hacer dinero. A tí te va a ir bien. No te acobardes… Eres inteligente y trabajador, pero tienes que establecerte por tu cuenta. Porque sino te van a tratar como a todas estas putas que ves aquí. Como a los caballos viejos, que cuando no sirven los mandan al matadero y los reemplazan por otros más jóvenes.

Súbitamente alguien en el medio de la sala sacó una pistola y gritando dijo:
—¡Policía! ¡Qué no se mueva nadie! ¡En aplicación de la Ley 4097 de Represión del Juego este local queda clausurado! ¡Quedan todos detenidos!

Acto seguido, entraron 3 ó 4 personas más que se identificaron como policías y obligaron a toda la clientela del local a depositar en unas bolsas de tela todo el dinero y las cosas de valor que llevasen encima. Una vez despojados de las pertenencias, los obligaron a abandonar el local apresuradamente.

Ya fuera del local los tres jóvenes empezaron a caminar en dirección a Rivadavia. Prudencio, medio anestesiado por la bebida, maldecía su suerte y a la policía.
—Entramos ‘robaos’ de la calle, ¡joder! —renegaba Andrés— Pero ¿no viste que la policía estaba compinchada con los amos del garito? ¿no viste que no se llevaron a nadie detenido? Mañana, o la semana que viene, vendrán otros incautos y los desplumarán igual que a nosotros. Además ¡vete tú a saber si siquiera eran policías!

Prudencio sacó del bolsillo de la chaqueta una botella de licor, le dio un trago y les ofreció a sus compañeros “Es orujo” —señaló.
—Pruden, ¿pero d’onde sacaste esa botella? —preguntó Baudilio sorprendido.
—Naaa, la agarré al salir. Estaba encima de una mesa. Imagino que ya estaba pagada…

Sin plata para el tranvía, decidieron volver caminando al barrio de Flores. Andrés, que había dejado el percherón y el carro en un ‘corralón’ cerca de la avenida Carabobo, necesitaba una pensión para dormir, pero sin dinero lo tenía complicado. Baudilio les ofreció dormir en un galpón en el tambo donde trabajaba. “El capataz es de Prioro, un pueblín de la montaña, y es buen paisano” —dijo.
—Buen paisano, dice… Valientes hijos de puta todos ellos. Todos, todos le besan el culo al estanciero y maltratan a los pobres obreros… —balbuceaba Prudencio empezando a mostrar los efectos del aguardiente.
—Joder, Pruden. ¡Calla un ratín!, anda… —le reclamaba Andrés.

Después de unos diez o doce minutos caminando llegaron a la avenida Rivadavia. Calculaba Baudilio que tendrían unos ocho o nueve quilómetros hasta Flores y que, a paso ligero, como mucho en dos horas y media o tres habrían llegado.
—¡Ladrones! Son todos unos ladrones… Unos chorros. Yo me vuelvo para España. Chau, que dicen aquí. La policía ¡ladrones!, los estancieros ¡ladrones!, los italianos ¡ladrones!, los turcos ¡ladrones!… todos ladrones —gritaba Prudencio.
—Pruden, ¡no des voces, joder! Al final nos va a llevar la Policía —le decía Baudilio tirándole del brazo.
–Baude, tu eres joven y no te enteras… Pero yo te lo explico… ¿De dónde salieron las fortunas que tienen los ricos en este país? Robando a todo Cristo… robándose el país entero. ¿Cómo hizo fortuna la gente de España que llegó antes que nosotros? Robando a otros compatriotas y a otros más pobres que ellos… ¡Ladrones, son todos unos ladrones! Yo —decía Prudencio golpeándose el pecho a la altura del corazón— me vuelvo para España! ¡Chau, Argentina! ¡Chau!
—Nadando vas a volver —dijo Andrés soltando una carcajada.
—No Andrés, no. Un día, me sacaré ‘la grande’… y ¡ahí os quedáis! Yo me vuelvo para el pueblo. Prefiero allá un cazuelo sopas sazonado con sebo que el mejor de los restaurantes acá.

Cada diatriba de Prudencio iba acompañada de un largo trago a la botella de grappa que llevaba en la mano. Ajeno a la conversación de sus compañeros, a ratos se quedaba pensativo para después volver a atacar con saña al país de acogida. Apenas habían caminado una hora cuando empezó a sentirse mal. La cabeza le daba vueltas y sentía que las piernas no lo sujetaban. Se puso de rodillas y empezó a gatear.
—Vaya borracherona —comentó Andrés— Este así no llega a casa.

Mientras Prudencio se revolcaba tirado en el suelo, Andrés y Baudilio, discutían qué hacer con su paisano. Lo pusieron de pie y cada uno de ellos lo sujetó por un brazo. Como una yunta de bueyes tirando de un fatigoso arado, colocaron a Prudencio en el medio de los dos y empezaron a andar. Prudencio, agarrado al hombro de sus paisanos, a veces caminaba tambaleándose y a ratos se dejaba arrastrar. Apenas habían transcurrido diez minutos cuando pidió a Andrés parar. Mareado, se sentó en el suelo cruzando los brazos a la altura del estómago. Con la violencia de un volcán en erupción, empezó a vomitar. Andrés, hábil de reflejos, cuando lo vio balancearse y con arcadas, le sujetó la cabeza para mantenerlo erguido y que no acabase cayendo de bruces en aquel potaje.

Ya con el estómago vaciado pero con las venas inundadas de alcohol, Prudencio totalmente aturdido, les pedía a sus compañeros que lo dejasen allí que necesitaba dormir. Con dificultad se sacó la chaqueta y colocándola de almohada se acurrucó al lado de un quiosco de periódicos. “No puedo caminar. Me siento mal. Dejadme aquí. Mañana nos vemos”, les suplicaba.
—Me cagüen la madre que lo parió… ¿Qué hacemos con este animal, Andrés? —preguntó Baudilio – No podemos dejarlo aquí. Las noches ya son frías. Aquí se arrece… Va a coger una pulmonía.

Andrés se quitó la chaqueta, tapó a Prudencio y se sentó a su lado apoyando su espalda en la pared de aquel tenderete de madera. Baudilio daba vueltas nervioso. Iba y venía. Mascullaba que no llegaría a tiempo al tambo a ordeñar las vacas y que se quedaría sin trabajo. Maldecía a Prudencio y la hora en la que le había hecho caso de salir a tomar un café. ¡Vaya manera de celebrar el día de la patrona del pueblo!

Serían ya las once de la noche y aquello no parecía tener solución. Estaban sin dinero y a varios quilómetros del lugar donde esperaban pasar la noche.

De repente Baudilio ya cansado de dar vueltas dijo: “Vamos, Andrés. Ayúdame a ponerlo de pie”. Una vez Prudencio estaba erguido, Baudilio se agachó un poco y, como una pesada quilma de centeno, se lo echó al hombro y empezó a caminar. “Tranquilo, Pruden” —le dijo.

Cada unas tres o cuatro cuadras, como le dicen por esos pagos a la distancia de cien metros entre calles, Andrés relevaba a Baudilio. Un hora y media más tarde habían llegado a la estancia, unas de la pocas que quedaban a las afueras de Buenos Aires. Con el crecimiento de la ciudad, esos predios los estaban convirtiendo en lujosas residencias o frondosos parques urbanos.

Llegados a la finca, Andrés y Baudilio se dirigieron a uno de los galpones. Allí, encima de un montón de paja, acomodaron a Prudencio y lo taparon con unas mantas viejas que los peones utilizaban los días de mucho frío. Andrés se tumbó a unos metros de él, y Baudilio se fue a los dormitorios de los trabajadores.

Serían un poco más de las cuatro de la mañana cuando apareció Baudilio. “Andrés, Andrés, mejor que salgáis de acá cuanto antes” le decía golpeándole la espalda. El hombre se limpió las legañas de los ojos, se puso las botas y fue a despertar a Prudencio. En ese momento entró en el cobertizo Higinio, el capataz. En una corta explicación, Baudilio le contó quienes eran sus amigos y qué hacían allá. “No hay problema, no hay problema, que se vayan cuando puedan”.

Despertaron a Prudencio que, totalmente desorientado, los acompañó a juntar las vacas para meterlas en el establo. Llegó Saturio y los cuatro se pusieron a ordeñar. En poco más de dos horas habían acabado la faena. Cuando Andrés y Prudencio estaban a punto de irse apareció de nuevo el capataz renegando y mentando a santos y vírgenes. El motivo era que el ‘vasco’ Mendieta, encargado del transporte de la leche, no aparecía por ningún lado. “Me cagüen la madre que los parió a todos. Los lunes son un sindiós con estos borrachos…” —vociferaba el encargado.

Andrés se ofreció a hacer la tarea acompañado por Baudilio. Después de despedirse de Prudencio, aparejaron los caballos y con la carreta llena de lecheras metálicas, enfilaron por la calle Ramón L. Falcón en dirección al centro de la ciudad. Pasaron por el corralón donde Andrés había dejado la montura y el carro, pagaron un día más de estadía, y luego continuaron repartiendo la leche por algunas heladerías, despachos de lácteos y almacenes dedicados a la alimentación. En una de aquellas tiendas en la puerta había un papel que ponía “Se necesita dependiente”. Baudilio pidió un lapicero y anotó la dirección en un papel. Lo dobló con cuidado y lo guardó en uno de los bolsillos del pantalón.

Esa mañana se le pasó volando a Baudilio. A la vuelta dejó a Andrés en Carabobo y regresó contento al tambo. Ignoraba todo lo que el futuro le deparaba a él y a sus amigos. Andrés, en diciembre de ese año, regresó a Luyego, tal y como estaba previsto. Lo que nunca hubiese podido ni siquiera soñar es que el viaje de vuelta lo hizo acompañado de Prudencio. Le había tocado ‘la grande’ en una de aquellas quinielas y pudo comprar un billete de regreso a España. Volvió con los bolsillos vacíos y dejando un reguero de deudas en todos los garitos que frecuentaba, pero regresó. Tampoco en esos momentos Baudilio hubiese podido imaginar que esa misma semana lo iban a contratar como dependiente en un almacén y que unos pocos años más tarde iba a poner en marcha su propio negocio. Estaba en el barrio de Flores y era fácilmente reconocible ya que encima de la enorme vidriera donde se exponían los productos lucía un gran cartel negro con letras doradas en el que se leía: «Almacén de comestibles “La Lealtad Maragata”».

Gregorio Urz, marzo de 2020

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Tristura


Al sentir gritos, Silvana se despertó sobresaltada. Se levantó de un salto de la butaca donde dormía, encendió la luz de la habitación y corrió hacia la cama donde su padre descansaba.
Allí, en la cama del sanatorio, Custo, un hombre de unos setenta años, braceaba y gritaba como si estuviese poseído:
—¡Suéltame! ¡Suéltame! ¡Lo único que quiero es la parte que me corresponde! ¡Quiero lo que me dejó mi madre!  Sólo pido eso…
—Papá, paaaa, ¡despertá! ¡despertá! —le decía Silvana zarandeándolo del brazo— Tenés una pesadilla.
—Ay, mamina. ¡Qué solines nos dejaste…! —se lamentaba con los ojos entreabiertos y un hilo de voz— Mamina, llévame contigo…
 
Ya despierto, Silvana agarrándole la mano y acariciándole la cara le preguntó:
—¿Qué pasa papi? ¿Qué pasa, que tenés esas pesadillas tan horribles?
 
El hombre le pidió ayuda para incorporarse y al levantar el brazo derecho vio que se le había enredado con el cable de la botella del suero manteniéndoselo casi inmovilizado.
—No pasa nada, hija. No pasa nada. Estaba delirando. Además se me enredó este telar en el brazo. Ayúdame, anda. Dame agua. Tengo la boca seca.
 
Silvana agarró una botella de agua que había en la mesita de luz y se la acercó a su padre. Después regresó al sillón y cerró los ojos. Tras un rato pensativa, abrió de nuevo los ojos y vio que su padre estaba despierto.
—¿Qué soñabas, pá? Decías algo de tu mamá… —dijo la mujer.
—No lo sé. No me acuerdo —dijo Custo resoplando— Llama por favor a la enfermera, este dolor es insoportable.
 
Un buen rato más tarde, a las siete de la mañana, y Silvana sintió como alguien trataba de despertarla. Era su hermana menor, Julia, que llegaba a hacerle el relevo. En voz baja para no despertarlo, le contó que la noche había sido muy movida. Que las enfermeras habían acudido en varias ocasiones. Le habían administrado analgésicos, pero su padre seguía con fuertes dolores. Le explicó a su hermana que más tarde e consultarían al médico para medicarlo con algo más fuerte.
—Hola Julia —dijo Custo al despertar— ¿Cómo estás, hija?
 
La joven le dio un beso y le acercó una bandeja con comida “Hola paá. Todo bien. Desayuná. Me contó Silvana que pasaste una mala noche”. Custo asintió con la cabeza y empezó a desayunar.
 
La mañana transcurrió tranquila, aunque hacia mediodía el hombre empezó a sentir un fuerte dolor. “Por el amor de Dios, diles que me den algo para esto. Es insoportable” —resoplaba Custo. Enseguida Julia salió a buscar a la enfermera, y minutos más tarde regresó acompañada también por el médico que lo atendía. “Mire, tendremos que probar a darle algo más fuerte. Probaremos con una dosis baja de morfina” —dijo el facultativo. “Lo que sea” dijo Custo “Lo que sea…”.
 
A los cinco minutos de haber abandonado la habitación, la enfermera regresó con un vaso de agua y una pastilla de color rosado. Al poco de habérsela tomado, Custo entró en un estado de somnolencia. Mientras tanto Julia leía unas revistas de moda y de decoración que había comprado en el quiosco del hospital.
 
Sobre medio día, alguien golpeó suavemente la puerta y Julia se acercó a abrir.
—Hola amor ¡qué sorpresa! ¿Que hacés acá? le dijo dándole un beso en los labios.
—Vine a ver a tu papá y de paso almorzar con vos —dijo el hombre— ¿Qué te parece?
 
A Julia le pareció una gran idea que Osvaldo, su marido, se hubiese acercado a la clínica. Su padre dormía y tuvieron que esperar un rato. Justo cuando llegó la comida, Julia despertó a su padre y Osvaldo el marido de Julia se acercó al enfermo y le dio la mano:
—¿Cómo andás, Custo? ¿Cómo andás?
 
A Custo se llenaron los ojos de lágrimas y agarrándole con fuerza la mano dijo:
—Pedro, Pedro, pero ¿qué haces tú por aquí? — dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
 
El hombre, sorprendido se giró hacia su mujer y sin saber muy bien qué hacer balbuceó:
— Custo, soy Osvaldo, tu yerno. ¿No me reconocés?
—¿Sabías Pedro que aquí nadie me llama Ángel? Todo el mundo me llama Custo —le explicaba sonriente.
 
De repente su semblante se tornó serio y dijo:
—Dile a Toña que tan pronto como pueda le mandaré el dinero para que venga con los niños. Ah! y si ves a Nélida dile que me perdone…
 
Asustada Julia, salió corriendo a buscar a las enfermeras. De regreso en la habitación vieron como Custo se aferraba con fuerza a la mano de Osvaldo como marinero en un naufragio. Totalmente desorientado, desvariaba y decía nombres de personas y lugares que su hija desconocía. Con una pequeña jeringuilla, la enfermera le administró un sedante. “Hay personas a las que les pasa esto con la morfina” —dijo.
 
Custo volvió a quedarse dormido y Julia y su marido aprovecharon para ir a la cafetería del Hospital a comer. Estaban muy preocupados.
—No sé tu papá. Ahí pasa algo raro. Tal vez tiene otra familia… — dijo Osvaldo encogiéndose de hombros.
—No. No digas boludeces. Mi papá ¿otra familia? Imposible —respondió Julia negando con la cabeza.
—Fijáte que cuando se murió el papá de Rita aparecieron en el funeral dos hermanos que no conocía de nada. Por ahí, tu papá tiene otra familia… por ahí, tal vez dejó mujer e hijos en España, antes de venirse a Argentina. ¿Qué sabés vos de la vida de tu papá? Vos no sabés nada…
—No. Imposible. Imposible —negaba Julia pensativa— Del pasado de mi padre sabemos muy pocas cosas, pero otra familia no.
 
Una vez almorzaron, Osvaldo regresó a su oficina y Julia a la habitación.
 
“Por ahí tu papá tiene otra familia”. Aquella frase quedó retumbando en la cabeza de Julia. Sí que sabía que su padre se llamaba Ángel Custodio pero había muchas cosas que ignoraba ¿Quién era Pedro? ¿Y Nélida? ¿Y Toña y los niños? Nunca su padre les contó nada del pueblo ni había mostrado nunca el más mínimo interés en regresar a España, ni siquiera de paseo o de vacaciones. Ahí cayó en la cuenta de que su padre guardaba algún secreto.
 
Esa misma tarde cuando Ada, la esposa de Custo, acudió a visitarlo al sanatorio, Julia le contó a su madre con pelos y señales la situación vivida con Osvaldo. “Imposible que papá tenga otra familia” dijo Ada. Después le explicó a su hija que en cuarenta años de matrimonio nunca había tenido ni la más mínima sospecha de que su padre hubiese tenido una doble vida. Le explicó que cada dos o tres años, y durante una o dos semanas, su padre se volvía taciturno y se pasaba los días enteros sin apenas hablar. “Ya lo conocéis. Es ‘tristura’, como él dice, pero nada que haga sospechar de algo malo”, explicó la madre.
—Pero maá, ¿no te parece raro que papá nunca nos haya contado nada de su vida antes de llegar a Argentina? —le dijo Julia.
 
También Julia le contó a su hermana todo lo ocurrido y sus sospechas de que su padre les estuviera ocultando algo. Decidieron que lo mejor era preguntarle a él, aunque el estado de salud no lo permitía. Esperarían a que su padre mejorase.
 
Una semana más tarde, Custo empezaba a notar una gran mejoría. Los médicos decían que la operación de espalda había salido bien y aquellos terribles dolores habían desaparecido. Un domingo a la tarde, ambas hijas, Silvana y Julia, coincidieron en el Hospital. Su padre se interesó por la marcha de la empresa. Ellas le contaron que las ventas, a pesar de su ausencia, se habían incrementado ligeramente. Que todo iba bien. Custo se puso contento al escuchar esas noticias y también al saber que todos y cada uno de sus empleados se habían interesado por su estado de salud. “Díganles que la semana que viene estaré de nuevo por ahí” les dijo.
—No, paá. Vos te tenés que jubilar ya. Después de esto, no podés trabajar tantas horas —le dijo Silvana.
 
En ese momento se hizo un silencio incómodo. No estaba en los planes de Custo jubilarse, pero sus hijas parecían estar pasándole un mensaje. “Quizás tienen razón” razonó. Pensó en lo que podía significar su jubilación y quedó ensimismado.
 
—¿Paá? —dijo Julia interrumpiendo sus cavilaciones.
—Dime hija, dime —contestó Custo.
—¿Vos tenés otra familia? —le soltó como un disparo a bocajarro.
—Julia… Julia, hija de mi corazón. ¿Tú crees después de trabajar catorce o dieciséis horas en el negocio y de las horas que pasaba con vosotras me quedaba tiempo y energía para otra familia?
—¿Qué se yo? —dijo Julia, encogiéndose de hombros— Hay gente que tiene otra familia… Vos viajabas muy seguido a Rosario.
 
Custo hizo señas a su hija para que se acercase y abrazándola con fuerza dijo:
—Tú, tu hermana y tu mamá sois mi única familia.
—Pero vos papá nunca nos contás nada de España, ni de tu pueblo ni de tu familia de allá —se quejó Silvana— ¿Por qué viniste a Argentina?
— Mira, en mi pueblo sólo había miseria. Miseria. Mucha miseria.
 
Con pelos y señales les explicó a sus hijas que su padre lo había enviado con doce años a cuidar vacas a la montaña. Les contó que con el primer dinero que ganó compró unas botas porque hasta ese momento siempre había andado descalzo. Y que cuando regresó a su pueblo, lo hizo caminando con las botas en la mano para que no se le gastasen. En ese momento, recordó el río Omaña y los robles. Se le llenaron los ojos de lágrimas y un nudo en la garganta le impidió seguir con la explicación.
 
En silencio, recordó los días de primavera cuando al salir de la escuela iba con Pedro y Severino a buscar nidos en las sebes de los prados o en el monte ¡Qué ojo tenía Pedro!, pensó. “Mira Gelín, un ñal de abillín… este es de mierla… este de jilguerín” Además Pedro conocía todos los pájaros. Recordó también aquellos días calurosos de julio cuando al atardecer y después de un duro día de trabajo acarreando la yerba iban a bañarse al río. Recordaba cuando ya quintos, algunas noches de luna llena, las mozas más atrevidas, aunque con ropa, se metían con ellos en el río. Eran momentos felices. En un instante, por su cabeza pasaron todos sus amigos y conocidos. Hacía más de cincuenta años que nos los veía, pero reconocía a todos y cada uno de ellos. En una fracción de segundo recorrió cada rincón del pueblo donde había pasado su infancia y juventud. Al recordar aquello, Custo no pudo contenerse y rompió a llorar.
 
Pidió ir al baño y ayudado por sus hijas, se puso de pie. En el baño se lavó la cara, y después regresó a la cama de nuevo.
 
—Papá ¿quién es Toña? —preguntó la menor de sus hijas.
—Pero ¿qué es esto? Parece un interrogatorio de la policía… Diculpaaame señora polisía, shoo no me las robé. Las encontré tiradas en la cashhe —bromeó Custo imitando el acento argentino de sus hijas y soltando una carcajada.
—Paá, vos pensás que somos unas nenitas…
 
En ese momento, un auxiliar entró a dejarle la cena. Custo comió con buen apetito, indicativo también de que empezaba a recuperar la salud.
—Paá, al final no nos dijiste quien era Toña —insistió Julia una vez que el hombre acabó de comer.
 
El padre la miró y moviendo la cabeza dijo:
—Toña era mi hermana…
—Pero vos decías que no tenías familia, que estaban todos muertos —indicó la mujer.
—Bueno, no sé. Es como si estuviesen muertos. Estaban a quince mil kilómetros de distancia…
—Y ¿Nélida? ¿Quién es Nélida? Vos hace días, cuando delirabas, la nombraste. Decías que te perdonase.
 
Custo al escuchar ese nombre se puso colorado y empezó a tartamudear.
—Era una amiga de Toña —dijo saliendo del paso— No tenéis porque saberlo todo…
 
Elevando el tono de voz y sentándose en la cama dijo:
—Además, ya que tanto queréis saber os voy a contar la verdad de porqué me vine de España.
 
Les explicó que su madre murió cuando él tenía diecisiete años. “Un día discutí con mi padre y él me echó de casa” —les dijo— “Así de sencillo. Después de un tiempo trabajando en León, me cansé de que me explotasen y saqué un pasaje para Argentina”.
—¿Cómo olvidar aquello? —explicaba Custo— Viajé en cuarta clase. Nos trataban peor que a los animales. Se me hizo eterno…
 
Entonces Custo recordó el éxodo hacia Argentina. Primero, el trayecto en tren hasta Vigo y después el barco. Los dolores que había sentido la semana pasada no eran nada comparado con lo que sintió a medida que aquel transatlántico se alejaba del puerto de Vigo. En aquel momento sabía que nunca regresaría a España ni a Valdeomaña. Empezaba de cero una nueva vida.
—Eso sí, tuve suerte… he trabajado duro, pero Argentina me lo ha dado todo —dijo Custo— Entre otras cosas, me dio a la mejor familia del mundo.
 
Miró a sus hijas y sonrió. Aparentemente era un hombre feliz. En ese momento, Julia y Silvana emocionadas corrieron a abrazar a su padre. Después de un prolongado abrazo, Custo se recostó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Se sentía mejor después de aquella conversación con sus hijas, pero no les había contado la verdad. “A veces, no lleva a ningún sitio contar la verdad”, pensó. En ese momento le vino de nuevo a la cabeza aquel día frío de invierno cuando, en la cocina al lado de la lumbre, le pidió permiso a su padre para casarse con Nélida.
 
Recordó cada sílaba, cada silencio, cada mirada de aquella conversación. Sintió de nuevo como se le reventaba el pecho de dolor al recordar cómo su padre le confesaba aquel sórdido y doloroso secreto que imposibilitaba la boda. Recordó también como, preso de la ira, agarró el cuchillo que estaba encima de la mesa y como, por un instante, pensó en degollar a su progenitor como si fuese un cordero.
 
Pero no, no lo hizo. Gelín que era como lo llamaban en Valdeomaña, miró fijamente a su padre y, antes de dejar el cuchillo de nuevo en la mesa y abandonar la cocina, le dijo:
—Padre, quiero me de la parte de la herencia que corresponde. Si usted no quiere repartir lo suyo, quiero la parte de madre. Es mío.
 
El resto de la historia ya era conocida. Una semana más tarde, embarcaba en Vigo con dirección a Argentina. Nunca quiso saber nada de su familia ni de su pueblo.
 
Custo abrió de nuevo los ojos y allí seguían sus hijas que lo miraban sonrientes. Aunque también él tenía motivos para sonreír, por dentro seguían aquellas heridas que nunca cicatrizaron y que hacían que cada tanto la murnia, la tristura —una melancolía difícil de describir— se apoderase de él.
 
Gregorio Urz, mayo de 2020

Si te gustó este relato deberías saber que acaba de salir el libro «Tierra de lobos, urces y hambre» con casi una treintena de relatos del autor.

Emigrante


Mientras preparo una entrada sobre la emigración, leo estas palabras del Diario de Miguel Torga:

«S. Martinho de Anta, 5 de Março de 1934 – Como a gente se perde! A linguagem que o meu sangue entende – é esta. A comida que o meu estômago deseja – é esta. O chão que os meus pés sabem pisar – é este. E, contudo, eu não sou já daqui. Pareço uma destas árvores que se transplantam, que têm má saúde no país novo, mas que morre se voltam à terra natal.»

 

En fin…

LNT te recomienda: Manuel Ferrol


Cada vez que miro la foto que ilustra esta entrada me cuesta contener las lágrimas. Al verla, en mi  la cabeza se agolpan muchas imágenes familiares: mi padre diciéndole adiós a mi tía Margarita cada vez que ella se iba a Argentina; mi tío Gonzalo camino a Holanda; o nosotros en Ezeiza despidiéndonos de la familia.

Aunque sea temporal, despedirse de un familiar es doloroso. Dejar tu tierra y tu gente e irte a otro país (es decir, emigrar) es aún más doloroso. En este sentido esta foto de Manuel Ferrol es icónica como lo es «Muerte de un miliciano» de R. Capa, o «Mujer migrante» de Dorothea Lange.

Precisamente, Manuel tiene un lugar en la historia de la fotografía por su reportaje sobre los emigrantes gallegos. En internet en páginas web como ésta o en Wikipedia encontrarán cumplida información sobre este fotógrafo, razón por la que no me extenderé sobre su vida y obra.

El caso es que en 1957 a Manuel el Instituto Español de Emigración le encargó que hiciese un retrato amable del fenómeno de la emigración. Como habitualmente pasaba en el franquismo, y el NO-DO es un ejemplo, ciertas noticias se ‘edulcoraban’ para no mostrar la dura realidad. El problema es que Manuel retrató lo que vio: desesperación, llanto, dolor…

Como ya dijimos esa foto es todo un símbolo y en ella están Xan Calo, y su hijo Xurxo que habían acudido al puerto a despedir a la madre y los dos hermanos de Xan. Todos ellos iban a América en busca de un mejor futuro, y en la foto se refleja la terrible tristeza de despedirse de un familiar. Hay un detalle en esa foto que me llama poderosamente la atención, es la mano del padre, una mano de campesino, consolando a su hijo manteniéndolo a su lado, en el regazo. Es un gesto que le da seguridad al hijo, pero también al padre: es la certeza de que no queda solo.

León y la perdiz


Hubo un tiempo en que en León fueron abundantes las perdices, ave de trapío que cumple con el patriótico rito, no patriotero, de que “donde nace, muere”, sobreponiéndose a a la dureza de una tierra áspera como la nuestra. Otra curiosidad de esta especie es que, cuando campea orgullosa con su pollada de pocos días de vida y esta ha de dispersarse o mimetizarse con el terreno ante cualquier amenaza, mamá perdiz, conjurado ya el peligro, llama con insistencia para reunir sus polluelos y continuar con las peripecias de su siempre azarosa existencia.

Magnífico ejemplo de abnegación e instinto de protección de los suyos. Nada mal le estaría a León tomar buena nota de la naturaleza e hiciera otro tanto con sus hijos dispersos por el mundo, ya que como madrastra y no como madre, ve partir a muchos de ellos sin ofrecerles una alternativa viable.

La continua sangría de leoneses, diáspora perpetua de jóvenes que buscan horizontes, a veces lejanos, no sólo esta vaciando la provincia sino que la está dejando sin la savia nueva, sin los retoños y pimpollos que pasan a adornar tierras ajenas. Es cierto que León es tierra dura y que se muestra esquiva para que se acomoden en ella sus naturales, pero no es menos cierto que parece que a veces las “fuerzas vivas” de la provincia, se complacieran con este éxodo o al menos se mostraran insensibles a este fenómeno que ya se ha cronificado entre nosotros.

Este proceder, este error de estrategia a largo plazo resultará si no letal si muy oneroso para los haberes del reino. León “exporta” sobre todo personas con formación, formación que resulta gravosa a sus respectivas familias para que después el producto de su esfuerzo se vaya a otros lugares, privando a su tierra natal de los beneficios de su trabajo si éste se sustanciara en su tierra. No se escuchan quejas del trabajo de los leoneses fuera aunque son prácticamente ignorados dentro.

Por eso es prioritario, vital, hoy que se habla de la fuga de cerebros que, a quien compete, asir las riendas de una vez y detener la hemorragia de de emigrantes patrios y hacer lo posible y hasta lo imposible para detener primero y revertir después esta fatídica tendencia. Hay que crear las condiciones óptimas para que regrese la mayoría de los “exiliados laborales”. León necesita, como el aire que respira, tener agentes sociales concienciados que sientan la llamada de la sangre y clamen por sus hijos y hermanos. Si así lo hicieren, el cielo se lo premie, si no, merezcan el desprecio y el castigo de aquellos sus paisanos a los que ignoran y desprecian.

De todos modos, como la confianza en que tal cosa ocurra, es más bien escasa, sirvan estas letras como vulgar canto de perdiz solitaria que desde un leve altozano clama y reclama que los hijos de León retornen a su tierra.

Urbicum Fluminem, enero de 2019

Photo by trebol_a on Foter.com / CC BY-NC-SA

El Centro Región Leonesa, una de las mejoras milongas de Buenos Aires


El pasado mes de noviembre de 2018 el presidente de la Diputación de León, Juan Martínez Majo, entregó la Medalla de Oro de la Provincia al Centro Región Leonesa de Buenos Aires (Argentina) por su labor de difusión de la herencia y la cultura leonesa en América Latina.

El Centro Región Leonesa de Ayuda Mutua, Recreo e Instrucción (así se llama) fue creado en 1916 por iniciativa del ponferradino Lisandro Carreño con los siguientes fines fundacionales:

  1. Crear un fondo común destinado a socorrer a los socios en casos de accidente, enfermedad o fallecimiento.
  2. Propender al mejoramiento moral y material de sus asociados y familias de los mismos.
  3. Procurar la instrucción de los hijos de los asociados.
  4. Publicar una revista o un boletín.

Pero en Buenos Aires, por lo que realmente es conocido el Centro Región Leonesa es por las milongas que allá se organizan. No piense mal el lector, ya que milonga como ‘engaño, cuento’ es una de las muchas acepciones del término.

La milonga es un baile muy parecido al tango, pero con un ritmo más movido e infinitamente mucho más divertido; quizás de ahí venga que, como ya comenté, una de las acepciones de la palabra milonga sea ‘engaño, lío». Por cierto milonga es una palabras de origen africano como tango, mondongo, macana, quilombo, mucama o tongo, porque seguramente el baile fue creado por los esclavos traídos de África al río de la Plata.

En fin. También se llama milonga al lugar donde se organizan los bailes de tango. Y una de las milongas más famosas de Buenos Aires es la que se organiza en el Centro Región Leonesa (Humberto Primo 1462, Buenos Aires). Allí, generalmente los sábados se organiza la Milonga de los Consagrados. No es un espectáculo para turistas. Es para gente que le gusta bailar tango.

Si son leoneses y quieren pasar a ver el Centro Región Leonesa, mejor aprovechar para conocer una verdadera milonga.

El cuadro que ilustra esta entrada es de Carlos Ferreyra

Acá les dejo un vídeo de dos verdaderos artistas bailando una milonga (les recomiendo que vean el vídeo hasta el final); llegados a este punto debe confesarles también que me encanta el tango y mucho más la milonga:

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