Una mujer brava


No, no fue por blasfemar, como decía la gente, el motivo por el que la Guardia Civil multó a Alejandra. Como el más soez de los carreteros, aquella mujer blasfemaba y mucho, pero la multa de veinticinco pesetas no fue por echar juramentos. Tal vez pudo ahorrársela, pero el modo insolente como contestó a los uniformados agravó la situación.

Cuando los guardias le dieron el alto en el camino de San Félix, Alejandra volvía del Souto guiando una pareja de vacas que tiraba de un carro lleno de patatas.

—¿Dónde está su marido? —le preguntó uno de aquellos guardias señalando a los rapaces que, sentados en lo alto del montón de patatas, jugaban a encontrar figuras.
—No tengo marido ni lo quiero —contestó la mujer.
—Ah, ¿es viuda? —dijo el otro guardia.
—No. Soy soltera —respondió Alejandra.

Mirando a los rapacines, con un gesto burlón el guardia mas viejo dijo:

— Veo que le gusta el baile…
—Es la mía vida. Otros viven amargaos —dijo la mujer con cara de desprecio.

El diálogo se fue agriando y se adivinaba que aquello no iba a acabar bien. Antes de dar por zanjada la conversación, los guardias revisaron el carro. Viendo que no llevaba la chapa que acreditaba haber abonado la tasa de rodaje que pagaban carros y bicicletas al Ayuntamiento decidieron multarla. Por lo general, los guardias hacían la vista gorda ante este tipo de infracciones pero en este caso el comentario de Alejandra acabó por echarlo todo a perder:
—Yo me divierto bailando, pero a otros gustai-yes divertirse multando a muyerinas pobres…

Los guardias, una vez le tomaron los datos, enfilaron en dirección a San Félix.

Apenas se habían alejado unos metros, Alejandra agarró la ijada y llamó al ganado: “Vamos vaquinas, vamos. Me cagüen…” y a continuación enumeró toda una retahíla de vírgenes, santos y dioses. Prácticamente ningún morador de la corte celestial quedó sin mentar.

Relato publicado en el libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que puedes comprar en un centenar de librerías de toda España. También está disponible en todas las bibliotecas públicas de la provincia de León, incluyendo el bibliobús.

La foto que acompaña el texto fue hecha en Val de San Lorenzo en noviembre de 1952 por Alan Lomax y pertenece a la Alan Lomax Collection del American Folkie Center de la Association for the Cultural Equity. Si pinchan en este enlace, encontrarán otras interesantes fotos de este autor.

 

El señor obispo


Aún no eran las cinco de la mañana y en la cantina de Valdeferrera ya había movimiento.

A luz de una tenue bombilla, Julia la cantinera, iniciaba la preparación del banquete que le había encargado don Saturio, el cura de la localidad.

Primero encendió la cocina de leña, después salió al portal agarró los lechazos que colgaban de una viga y los colocó encima del tajo de madera. Macheta en mano, y con golpes enérgicos, los troceó y puso en una bandeja de barro a la espera de añadirles el adobo.

Mientras seguía con los preparativos y esperaba a su prima Rosina y a su sobrino Juanín cavilaba sobre cómo organizar el convite.

Ese día eran las confirmaciones de unos jóvenes del pueblo y esperaban al obispo. Nadie vivo en Valdeferrera recordaba un visitante tan ilustre, y todo el pueblo estaba movilizado.

Sobre las diez de la mañana un grupo de jóvenes subió al alto a otear la carretera de Vegarriba. Cuando vieron llegar una comitiva de vehículos encabezada por el Citroen de don Saturio empezaron a tirar los cohetes que tenían preparados. Aquella era la señal para tañer las campanas y organizar el recibimiento al prelado.

Al llegar a la plaza de la iglesia, el obispo se bajó de un coche negro grande y, desde lejos, bendijo a la gente que esperaba en la plaza. Acompañado por don Saturio y otros tres o cuatro curas, a juzgar por las sotanas que vestían, entraron en la iglesia.

La celebración del sacramento y la misa transcurrió de acuerdo a lo planificado. Nada falló y todo lo ensayado los días anteriores salió de acuerdo al guión previsto. Don Saturio que, habitualmente, estaba hinchado, ese día lo estaba aún más ya que en esta ocasión se había convertido en guardián del sello episcopal, determinando quien podía besarlo o no, franqueando o permitiendo el acceso al obispo. Y como siempre, más pendiente de los deseos de la jerarquía eclesiástica que de los feligreses.

Don Honorio, el obispo, solícito ofrecía la mano a los muchachos jóvenes para que le besasen el anillo, e igualmente solícito la retiraba cuando quienes trataban de besarle la mano eran las beatas desdentadas o las mujeres mayores. Mientras que a los primeros los acariciaba en el rostro o en la cabeza, a las segundas se limitaba a bendecirlas tomando una cierta distancia. Sin duda alguna el obispo prefería la juventud. Si uno fuese mal pensado, pensaría incluso que al obispo le daba asco que le besasen la mano las mujeres; y más si éstas eran viejas, feas y pobres. Y a decir verdad, en esos años en Valdeferrera la pobreza abundaba.

Acabada la celebración en la iglesia y el besamanos al obispo, el fin de fiesta era la comida en la cantina de Julia. Allí habían dispuesto una mesa grande en la que las fuerzas vivas de la localidad agasajarían al obispo con manjares de la tierra: unas bandejas de embutidos y unos lechazos asados al horno. Presidiendo la mesa estaba don Honorio, quien tenía a su derecha a Arturo, el sargento de la Guardia Civil y a su izquierda a don Enrique el médico. También en la mesa estaban Leopoldo el Alcalde del Ayuntamiento, Aurelio de la Cámara Agraria, Ismael el Secretario Municipal, y varios sacerdotes que acompañaban al obispo. Todos hombres.

Julia la cantinera se movía sin descanso de un lado a otro llevando allá vino, al otro lado pan, bandejas de comida aquí y allí. Juanín su sobrino le ayudaba llevando los platos a las mesas que, en la cocina, servía su prima Rosina, la cocinera del banquete. Más que moverse, Julia bailaba como una peonza: de la cantina a la cocina, de una punta de la mesa a la otra. Ya en los preparativos había sido advertida por el cura de que había que estar pendientes de que no le faltase de nada al obispo.

– “Julia, que sobre de todo. El embutido abundante. Hay que estar muy pendientes del señor obispo. No te olvides: el primero al que hay que servir es al señor obispo… cuando sirvas el café dejas las botellas de orujo y de coñac al lado del señor obispo”- le había repetido insistentemente.

“Señor obispo, señor obispo. Vaya con el señor obispo. Peor que cualquier paisano de los que viene a la cantina. Vaya buey. ¡Qué buena pareja haría uñido a don Santurro”, pensaba Julia. ¡Qué acostumbrado está a que lo sirvan!

La comida transcurrió sin sobresaltos. Don Honorio demostró sobrado aprecio por los productos del lugar, despachando él solito media bandeja de cordero asado. A su juicio todo estaba bien sabroso, opinión que compartían el resto de comensales y que puso especialmente contento a don Saturio.

Conforme avanzaba la comida, el vino empezaba a hacer efecto entre los comensales que al levantarse al baño se tambaleaban ligeramente como los carros por caminos bacheados. Acabada la comida, Julia  y su sobrino distribuyeron unos dulces por la mesa y comenzaron a servir el café, cada uno por una punta. Justo cuando le servía al obispo, Don Enrique el médico que trataba de ocupar de nuevo su silla, se trompicó y golpeó el brazo de la cantinera. La jarra entera de café cayó sobre la impecable sotana del prelado.

– Perdón, perdón-, decía Julia mientras se secaba el café del brazo con el delantal.

De todos los puntos de la mesa se alzaron voces recriminando a la mujer por su torpeza e interesándose por el estado del obispo.

– Pero, pero… Julia, por el amor de Dios, pon atención en lo que haces- gritaba don Saturio.

Escarnecida por las recriminaciones de los comensales, Julia agachó la cabeza y sin decir una palabra limpió la mesa, colocó de nuevo las tazas en su sitio y volvió a la cocina a buscar más café.

Poco a poco el murmullo de criticas y burlas se apagó y todos los comensales volvieron a ocupar su sitio para el café y los dulces. Esta vez, con sumo cuidado, Julia llenó la taza del obispo sin derramar una gota

Don Saturio, el cura, que seguía la maniobra con atención, ya la había advertido con voz grave:

– Cuidado Julia, no la vuelvas a preparar…

– “Bueno, bueno, no pasó nada. Mujer tenía que ser”- dijo el obispo con desprecio y soltando una risotada burlona.

Julia, colorada como el hierro a punto de fundirse, clavando la mirada en los ojos del obispo exclamó:

– ¿Mujer tenía que ser? Pues sí ¡mujer! Cómo la que lo parió a usted… o ¿a usted lo parió una burra?

Con parsimonia Julia se sacó el mandil y caminó hacia la cocina donde Juanín se había refugiado al ver a su tía embestir al obispo. Julia cerró la puerta tras de sí y, resoplando, se sentó al lado de Rosina. Miró a su sobrino y los tres empezaron a reírse a carcajadas.

Hacía años que en aquella cantina no se escuchaban unas risas así.

Gregorio Urz, marzo de 2018

Este relato forma parte del libro «Tierra de lobos, urces y hambre» que acaba de ser publicado por Marciano Sonoro Ediciones.

 

Lecturas recomendadas: Tierra de mujeres


Debo aclarar al lector que hace ya unas cuantas semanas que escribí esta reseña, y sin embargo no he querido publicarla. Una de las razones es que al poco de salir publicado el libro que hoy recomendamos han ido saliendo infinidad de reseñas, todas ellas glosando las bondades del libro y su autora. Todo muy ‘mainstream’ que dirían los modernos… Pues no, acá no seguimos corrientes y al igual que criticamos «La España vacía» de Sergio del Molino, en este caso también tenemos alguna cosina para criticar. Pero, vayamos por partes.

El libro en cuestión es «Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural» y está escrito por una joven veterinaria llamada María Sánchez. Es una obra surgida de profundas reflexiones y que va de mujeres. «Pero ¿quienes son los que cuentan las historias de las mujeres? ¿Quien se preocupa de rescatar a nuestras abuelas y madres de ese mundo al que las confinaron, de esa habitación callada, en miniatura, reduciéndolas sólo a compañeras, esposas ejemplares y buenas madres? ¿Por qué hemos normalizado que ellas fueran apartadas de nuestra narrativa y no formaran parte de la historia? ¿Quién se ha apoderado de sus espacios y su voz? ¿Quién escribe realmente sobre ellas? ¿Por qué no son ellas las que escriben sobre nuestro medio rural?”, se pregunta la autora.

No son preguntas inocentes, porque en este libro también hay acusaciones. Denuncia la autora que las personas que viven en los pueblos son tratadas como ciudadanos de segunda y que desde las ciudades se ha visto como algo normal que la gente del campo no tenga el mismo acceso a los servicios básicos: sanidad, educación, infraestructuras… No digamos ya cultura… porque, tal y como María subraya, resulta muy complicado resignificar este concepto en el medio rural.

Se agradece la mirada solidaria… y militante. Así, por ejemplo, para la autora es necesario un feminismo que «contemple también a las mujeres que trabajan en estos sistemas intensivos de producción -véanse las fresas o los invernaderos, los mataderos, las cadenas de producción-, que suelen ser mujeres migrantes, sin contratos ni derechos”. En relación a ello, para la autora es reconfortante ver cómo el feminismo va cogiendo fuerza y espacio, tomando voz y cuerpo, cómo va creando tejido y construyendo entre todas una casa donde dialogar y cobijarse.

Tal y como les anticipaba en el párrafo inicial, también hay alguna ‘cosina’ en la que no estamos tan de acuerdo. Una de ellas es cuando María indica: «Nuestras abuelas lo llevan en la frente. Como tantos mayores de nuestros pueblos. Sentir vergüenza del lugar de donde vienen. Esconder las manos en los bolsillos de sus batas cuando llega visita de fuera. Preferir el silencio a la voz. Trabajar sin descanso para que sus hijos se puedan marchar. Asimilar como normal todo lo que se les arrebató y las convirtió en ciudadanas de segunda. Aceptar que no son ellas las que deciden qué necesitamos. Ver como algo normal que venga siempre alguien de fuera a construir el relato. A decidir qué queremos, qué nos falta, qué sentimos. Incluso a tejer nuestras propias aspiraciones«.

Tengo la sensación de que María, de alguna manera y quizás por la vivencias familiares, ‘entiende’ que la mujer rural ocupaba / ocupa un segundo plano y ahí discrepo. Nací y me crié en un pequeño pueblo de León. Cualquier persona, medianamente inteligente, sabe que en los pueblos la viga maestra que sostenía todas y cada una de las casas era un mujer. En mi pueblo, las mujeres trabajaban la tierra con sus maridos y mientras éstos iban al bar a emborracharse o jugar las cartas, ellas seguían con quehaceres domésticos: lavando la ropa en el lavadero, tejiendo y cosiendo, preparando las comidas, cuidando los rapaces… En mi pueblo, las mujeres no sólo ordeñaban las vacas y hacían muchas tareas del campo sino que cuando enviudaban, o los maridos acudían a los canales del Páramo a ganar el jornal, las mujeres segaban a gadaño, araban con las vacas… etc. Además administraban la casa y decidían, o participaban en la toma de decisiones. Sí, ellas mismas podrían ‘contarle’ a alguien de fuera que las decisiones las tomaban los maridos. Pero una cosa es el discurso y otra es la realidad. La realidad lo que muestra es un tremendo machismo, pero también unas mujeres valientes y fuertes, resilientes como se acostumbra a decir ahora, que a su lado los maridos eran diminutos y casi prescindibles.

Otra ‘cosina’ cuestionable es que, aunque no pretendido, hay un sesgo urbano e intuyo que no se reconocen algunos ‘códigos’ del mundo rural. También las mujeres del mundo rural ‘protestan’ pero bajo otras formas / estrategias / símbolos que no son las huelgas, las manifestaciones públicas, las pancartas, etc (esas son formas ‘urbanas’ de protesta). En el mundo rural, como vimos acá (y veremos en nuevas entradas) predominan las ‘formas de resistencia cotidiana’, término creado por James C. Scott. En este sentido, también las mujeres del campo han sabido crear espacios propios para la acción colectiva. Y, aunque históricamente se ha tratado de relegar la mujer al ámbito doméstico, historiadoras como Ana Cabana muestran cómo éstas han sido protagonistas en movimientos de protesta; en el artículo «Mulleres diante. Rostros femininos e acción colectiva no rural galego» encontrarán buenos ejemplos de ello.

En fin. A pesar de estas críticas finales, espero haberlos convencido de leer el libro. Vale mucho la pena, porque María Sánchez tiene una sensibilidad fuera de lo común. Eso no es algo muy corriente y se agradece.

 

 

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