El modelo de agricultura actual se tambalea: una gran hambruna está en camino…


Leo por ahí que, según el índice de precios elaborado periódicamente por la FAO, en marzo de 2021 alimentos básicos como la carne, los aceites vegetales o los cereales subieron un 12,6% respecto al mes anterior y alcanzaron máximos históricos.

Detrás del aumento de precio de los alimentos hay diversos factores coyunturales como la guerra en Ucrania —uno de los principales productores mundiales de cereales o aceite de girasol— o las complicaciones en el transporte internacional debido a la pandemia de Covid. Sin embargo detrás de esta carestía subyacen factores estructurales bastante ‘preocupantes’ como la escasez de combustible (diésel), las malas cosechas (debido a sequías u otros fenómenos meteorológicos ligados al cambio climático), o la escasez de fertilizantes químicos que, además, han triplicado su precio.

Aunque la guerra de Ucrania ha contribuido al incremento del precio de los fertilizantes por la dificultad para acceder al gas ruso, el conflicto bélico pone de relieve una de las fragilidades del sistema alimentario mundial como es la excesiva dependencia de los hidrocarburos y de los inputs industriales.

Vayamos con un poco de historia. Como debe saber el lector, los tres principales factores que participan en la producción agrícola son tierra, trabajo y capital. En la agricultura preindustrial o tradicional, el factor tierra podía ser incluso comunal, el trabajo lo aportaban los miembros de la familia, y los inputs utilizados en la producción generalmente eran obtenidos en la propia explotación. Como fuerza de trabajo eran empleados animales o recursos renovables (p.e., viento o cursos de agua para mover molinos, etc). Para recuperar la fertilidad del suelo eran empleadas rotaciones de cultivos —que, a su vez, evitaban plagas—, períodos de descanso del suelo (barbechos), o utilizaban el estiércol del ganado. En cierta manera, era un sistema orgánico con una gran dependencia de la naturaleza.

Con la industrialización todo esto cambió ya que hombres y bestias fueron sustituidos por tractores, segadoras, ordeñadoras y otra moderna maquinaria movida por motores de combustión o motores eléctricos; por su parte, los fertilizantes químicos sustituyeron al estiércol, las rotaciones o el barbecho. La ‘ganancia’ fue grande, ya que con la maquinaria se multiplicaba la productividad del factor trabajo y se podían poner en cultivo nuevas tierras; y los abonos químicos permitían aumentar la productividad de la tierra, aumentando ostensiblemente la producción agraria.

Con respecto a los abonos químicos, hay que remontarse a principios del siglo XIX y los descubrimientos de Liebig sobre las plantas y el nitrógeno. Conocidos sus efectos en el desarrollo de las plantas, el nitrógeno empezó a ser obtenido de forma masiva de ‘depósitos’ naturales como el guano (deposiciones de pájaros) que durante siglos se había almacenado en islas del Pacífico de Perú y en salitrales del norte de Chile (los famosos Nitratos de Chile). También la potasa era extraída de minas. Ahora bien, el gran salto se produjo en 1909, cuando dos químicos alemanes, Fritz Haber y Carl Bosch, encontraron la manera de utilizar el nitrógeno del aire para hacer amoníaco y producir fertilizantes de forma industrial.

A partir de 1945 en Europa los abonos químicos tuvieron una amplia difusión ya que permitían ‘sustituir’ el factor escaso, la tierra. También en otros lugares, como EEUU o Argentina, donde el factor escaso era el trabajo, y en un primer momento se había optado por la mecanización y la importación de mano de obra, poco a poco fue aumentando el consumo de abonos químicos. Hay quien sostiene que el fuerte crecimiento de la población mundial fue posible gracias a los fertilizantes inorgánicos. Ahora bien, no se ha de olvidar tampoco que asociados al uso de agroquímicos hay importantes problemas de contaminación de suelos y acuíferos, a lo que se añade la dependencia de inputs industriales y de la disponibilidad de hidrocarburos.

Llegados a 2022, el 24 de febrero Rusia invadió Ucrania, y se hizo patente un ‘nuevo’ problema en relación a la fertilizantes: el gas ruso; y es que resulta que el 77% de la producción mundial de amoniaco emplea gas natural como materia prima. Con el amoniaco se fabrican tanto el nitrato de amonio (con una concentración del 34% de nitrógeno) y la urea (46% de nitrógeno). Las dificultades para acceder al gas ruso no sólo han afectado al mercado europeo sino que EEUU ha tenido que abastecer a otros mercados produciéndose un efecto en cascada y haciéndose patente la escasez a nivel mundial. La falta de fertilizantes ha alterado la producción de alimentos pero también de piensos y forrajes para el ganado, con lo cual los efectos se ven cada vez más agravados y se va cayendo en una especie de círculo vicioso difícil de romper.

Como es lógico, el incremento del precio de los alimentos hará que muchas personas no puedan comprarlos por lo que —si miramos lo ocurrido en épocas precedentes— una gran hambruna parece estar en camino. Lo que está ocurriendo en la actualidad recuerda bastante la crisis alimentaria de 2007-08 que condenó a la pobreza y al hambre a más de 80 millones que personas (las cuales se sumaban a los más o menos 830 millones que ya pasaban hambre).

En 2008, la crisis alimentaria tuvo diversas causas, pero un factor que la agravó fue el emplear buena parte de la producción de maíz (y otros cereales) a la producción de biodiesel. No sólo se destinaron alimentos y piensos para fabricar biocombustibles, sino que al estar ligado el precio del maíz al petróleo, al dispararse el precio de éstos las subidas se trasladaron progresivamente a otras materias primas y alimentos: primero la soja y el trigo, después el arroz y más tarde los aceites vegetales. La carestía de los alimentos no sólo agudizó la inseguridad alimentaria sino que provocó desórdenes y disturbios en numerosos países: Egipto, Indonesia, Haití, Tailandia, Pakistán, etc… Más de una treintena de países sufrieron turbulencias políticas desatadas por la crisis alimentaria.

Pareciese pues que vamos por el mismo camino y que vienen curvas en los próximos meses.

Llegados a este punto, cabe hacer una precisión: las hambrunas no están causas por la falta de alimentos, sino por la dificultad de acceder a ellos. Un buen ejemplo de ello es la hambruna de Bengala de 1943 estudiada por el premio Nobel Amartya Sen y en la que murieron entre 1,5 y 3 millones de personas. Dice A. Sen que en 1943 no había escasez global de arroz en Bengala sino que los más pobres no podían comprarlo. Con motivo de la Guerra mundial había aumentado la demanda de alimentos, duplicándose el precio del arroz lo que provocó acaparamiento por parte de los comerciantes ya que era una excelente inversión. A ello se añade que Churchill priorizó las necesidades bélicas de la metrópoli y no le importó que millones de hindúes pobres muriesen de hambre en la colonia. Nada nuevo bajo el sol, ya que justo un siglo antes, en la gran hambruna irlandesa causada por la destrucción de las cosechas de patatas, el Gobierno inglés ignoró las necesidades de los irlandeses pobres y el grano que los colonos ingleses producían en Irlanda era exportado hacia Inglaterra y otros países.

También es falso que hoy en día a nivel global haya escasez de alimentos. Es cierto que el encarecimiento de los productos básicos hace que los más pobres no puedan comprar los alimentos necesarios para su sostenimiento. Pero aquí es donde entra la voluntad política de los gobiernos de priorizar esas necesidades o no. Porque además con la subida del precio de los alimentos suele aparecer la especulación, el acaparamiento, etc., y quienes suelen beneficiarse de esas prácticas son las oligarquías que además ‘cooptan’ los gobiernos de los países en situación de inseguridad alimentaria. Son gobiernos que, por lo demás, acostumbran a favorecer a la agroindustria frente a la agricultura familiar, o que apoyan un modelo de agricultura basado en monocultivos destinados a la exportación en lugar de una agricultura diversificada y la soberanía alimentaria.

Sostener que el hambre está causada por la escasez de alimentos ha sido el argumento lineal y simplista que nos quieren ‘vender’ los partidarios de la agroindustria, y también los ‘evangelistas’ de la revolución verde, la biotecnología y los organismos modificados genéticamente. Repito: lo que está detrás del hambre es la falta de voluntad política de atender las necesidades de los más pobres. Punto. También la especulación e incluso —si se quiere— se podrían añadir otros factores ‘estructurales’ como la injusta y desigual distribución de la tierra en muchos países del Sur.

En todo caso, y retomando el argumento inicial, el modelo de producción agroindustrial parece estar en crisis ya que —al igual que la Revolución Verde— se cimenta en la existencia de energía abundante y barata, y eso ya fue. Esa época ya pasó. También es un error pensar que las soluciones a la falta de fertilizantes pasan por encontrar un sustituto tecnológico, como ocurrió con el proceso Haber-Bosch que, cuando el guano y el nitrato empezaban a escasear, se encontró una alternativa viable para la obtención de nitrógeno

La tierra es finita y los recursos son finitos. Parece que, por un lado, habrá que cambiar el modelo de consumo alimentario y por otro, habrá que volver a enfocar la agricultura de otra manera haciéndola más sostenible y menos dependiente de los fertilizantes químicos y otros inputs industriales. No hay demasiadas opciones y alternativas como la vuelta a la agricultura preindustrial no son viables. No obstante, también hay alguna buena noticia: una es que a día de hoy la agricultura familiar produce el 80% de los alimentos, y la otra buena noticias es que, tal como reconoce Naciones Unidas, la agroecología se ha demostrado como una alternativa que permite incrementar los rendimientos agrícolas, reduce la pobreza rural y contribuye a la adaptación al cambio climático. Quizás sea un buen punto de partida… Lo que viene no será un camino fácil, pero hay lugar para la esperanza.


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Lecturas recomendadas: La casa de mi padre


Debo reconocer que empecé a leer este libro con ciertos prejuicios. No sabría ahora explicar convincentemente a qué respondían. Quizás había un recelo hacia el optimismo del autor.

Como ya saben, esto es una reseña, una opinión particular, no un resumen del libro. Y si lo reseñamos acá, es que es un libro que vale la pena. Antes de entrar en materia cabe notar que el título completo es: “La casa de mi padre: manual para la reinserción de los territorios campesinos en la sociedad contemporánea”; es decir, conviene precisar que este libro es también un manual de ‘desarrollo rural / local’.

Me gustó el libro porque, por un lado y desde lo personal, me reconozco en el padre del protagonista, con esa añoranza permanente de la tierra materna. Por otro lado, considero que este libro hace aportes muy interesantes y esa es la razón de que aparezca recomendado acá.

Para mi, uno de los principales aportes es la crítica que hace a los ecologistas y sus propuestas de conservación incompatibles / enfrentadas con las actividades tradicionales. Acertadamente, señala el autor que en muchos casos, los ecologistas, surgidos de un movimiento urbano, están fascinados por la idea del regreso de una naturaleza salvaje ajena al hombre. Sin embargo, como indica Jaime Izquierdo, “Conservar no es permanecer impasibles al desconcierto, la extinción de la cultura local y la deriva ecológica del territorio. Es hora de decir bien alto que ningún paisaje campesino, espacio, territorio protegido, parque natural o nacional se conservará si un activo sistema económico local agroecológico y pertinente que lo gestione. Es hora de decirlo con toda claridad: el proceso de deriva ecológica en el que han entrado los espacios protegidos de montaña está poniendo en peligro la propia conservación de la naturaleza y de la biodiversidad para la que, paradójicamente, fueron creados”. Y es el autor tiene claro que incluso los paisajes naturales son creación humana.

Para Jaime es necesario «contrarrestar y poner freno a la potente maquinaria de propaganda institucional nacida del pensamiento industrial y alimentada desde las Administraciones públicas, desde buena parte del movimiento ecologista y desde algunos reductos de la ciencia, impulsores en España de una política de conservación de la naturaleza ajena y separada de la historia agraria, la gente de las aldeas y de las miles de pequeñas culturas campesinas locales que construyeron los paisajes que, y injustificada incomprensiblemente también, llamamos naturales. Porque, en el fondo, y esta es otra de las paradojas, cuando se habla de espacios protegidos, de lo que se está hablando al fin y al cabo es de convertir en parques temáticos para consumo turístico alguno de territorios surgidos de la intervención humana y que siempre tuvieron un uso agroganadero«.

Como afirma vehementemente, no es que algunas actividades tradicionales sean compatibles con los objetivos de conservación de la naturaleza, como se ha venido sosteniendo. No es una cuestión de compatibilidad entre los objetivos de conservación y los de desarrollo, es una cuestión de necesidad. Afirma el autor del libro, y coincido plenamente con él, «la actividad agroecológica local bien regulada e integrada es necesaria para conservar ecosistema y la diversidad tanto silvestre como doméstica. Dicho de otra manera, la conservación de la naturaleza depende del acierto, pertinencia y la excelencia con que se aplique una renovada gestión campesina. La conservación de la naturaleza está subordinada y es tributaria de la forma y la intensidad con la que se desarrolla la actividad agraria”.

Otro de los aportes, es la crítica a las políticas desarrollistas de los años 60-70 del siglo pasado. No sólo se pusieron en marcha políticas marcadas “por una visión simple, dogmática, paternalista, autárquica y radicalmente tecnocrática” sino que “el conocimiento campesino fue primero denostado por las élites políticas y técnicas del franquismo y después -salvo excepciones- obviado por el ejército de licenciados salidos de las universidades y escuelas técnicas españolas entre los años sesenta y setenta del pasado siglo XX que nutrieron los dos principales, poderosos e influyentes cuerpos de burócratas al servicio de la Administración pública que se repartieron el mundo, partiéndolo por la mitad: unos se encargaron intensamente del desarrollo, y se hicieron desarrollistas, otros hicieron lo mismo con la conservación de la naturaleza, y se hicieron conservacionistas”.

Un tercer aspecto interesante del libro es el análisis y caracterización del conocimiento campesino. Nota el autor, muy acertadamente, que el conocimiento campesino forma en técnicas y en VALORES; en relación a ello, los cuentos, fábulas, leyendas, etc, son un ‘mecanismo de transmisión’ de una generación a otra. También otorga una gran importancia a las formas de cooperación campesina y al derecho consuetudinario, recogido las ordenanzas.

En cuarto lugar, y no es un aporte menor, Jaime construye todo un modelo, una propuesta metodológica para el diseño y gestión de los territorios campesinos que ‘abre la puerta a la esperanza’ para evitar la desaparición del mundo rural. De ese modelo, yo rescataría algunos aspectos interesantes, aunque se trata de capítulos que parecen dirigidos a gestores públicos, o una herramienta para los gestores / agentes de desarrollo rural.

Por último, este libro ‘ofrece’ pequeños descubrimientos. Cosas que estaban ahí, pero que uno desconocía, o no se había parado a pensar, como por ejemplo lo de ‘educar a los ganados’ los cuales son casi de la familia; el rol de las abuelas en la transmisión del conocimiento; etc.

El libro vale mucho la pena, aunque también hay aspectos criticables. Desde mi punto de vista ofrece una visión ‘antropológica’ (y no histórica) de los territorios campesinos y, quizás por ello, se le escapan cosas o el análisis es errado. Desde mi punto de vista hay varias ‘imprecisiones’, por decirlo de alguna manera.

Una de ellas es considerar que el origen de la desarticulación de la agricultura preindustrial está en la industrialización y se aceleró con el modelo de ‘modernización agraria industrial’ impulsado por el Plan de Estabilización de 1959 y las reformas estructurales de la economía española impulsadas por éste. Cabe precisar por un lado que este proceso de desarticulación empezó en la segunda mitad del siglo XIX con el liberalismo y medidas como las desamortizaciones (que incluye la puesta en venta de los comunales), la retirada de atribuciones de gobierno a los concejos y la creación de los municipios (eje del caciquismo) y con la intervención del Estado en el monte a través del Cuerpo de Ingenieros de Montes (creado, si no recuerdo mal, en 1853). Por otra parte, los procesos de modernización no siempre son malos y la mecanización de las labores del campo o la introducción de cultivos industriales no siempre fue negativa (ejemplo de ello serían la difusión de la electricidad y la introducción de los tanques de frío en la montaña para la conservación de la leche, o la difusión del cultivo del lúpulo en la ribera del Órbigo en León). Lo que sí es criticable es que estos procesos de modernización en muchos casos rompan con la lógica de funcionamiento precedente, creando una excesiva dependencia de insumos exteriores o del mercado.

Otra pequeña imprecisión es señalar que el modo de organización campesino se remonta al Neolítico lo cual no es exacto. Los concejos, la división en hojas del terrazgo, o las rotaciones de cultivos, por ejemplo, son ‘creaciones’ originadas en la Edad Media que se fueron perfeccionando a lo largo de la Edad Moderna. Por otra parte, se debe notar que las instituciones (y las regulaciones locales) también son ‘innovaciones’. En relación a ello, el análisis de Jaime de la parroquia como una célula es demasiado estático y no registra que el propio ordenamiento consuetudinario era algo dinámico. Las costumbres no eran inamovibles y las ordenanzas se iban redactando para acomodarlas a los tiempos; es más, siempre hubo tensiones entre las prácticas diarias, los usos consuetudinarios y las leyes impulsadas por el Estado.

Por último, es discutible considerar que las economías de montaña preindustriales fuesen de subsistencia. Es cierto que estaban orientadas a la reproducción de la unidad familiar, pero no eran de subsistencia ya que había intercambios (vendían ganados, maderas y leñas y compraban cereales y vino), e incluso en algunos casos eran economías muy dinámicas, capaces de sostener a un mayor número de población. Justamente en relación al crecimiento demográfico, tradicionalmente funcionaban frenos maltusianos o soluciones boserupianas lo cual se ignora y encaja mal en la visión estática de la parroquia como una célula.

En fin. Ya para acabar, coincido con Jaime cuando defiende la rehabilitación y actualización de la cultura campesina porque su experiencia histórica y su extenso currículo como gestora, la acredita como idónea para la gestión de los territorios rurales. También estoy de acuerdo cuando señala que ‘tenemos la obligación de crear un futuro y que ese futuro puede ser una oportunidad para los jóvenes’. Lo que nos diferencia es que yo soy tremendamente pesimista respecto al futuro de los espacios rurales y la gente del campo.

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