LNT te recomienda: Trazos de sombra


Como muchos de los lectores de este blog saben, vivo en Barcelona, en el centro de la ciudad. Hasta cierto punto es ‘pintoresco’ vivir en el centro de una ciudad como la capital catalana. Por el paisaje y también por el ‘paisanaje’. Pues sí, hay unos cuantos vecinos del barrio que son ‘peculiares’ porque, dicho de forma clara y directa, viven en la calle. Son los llamados ‘sin techo’.

Uno de estos vecinos es David. David es francés y se pasa las horas del día sentado en una silla de ruedas a la entrada de la iglesia de Sant Jaume. Diría que David es uno de los vecinos más entrañables del barrio. Con una cerveza siempre al lado de su silla, saluda a todo el mundo y facilita información cumplida de todo lo que sucede en la calle Ferran. Lo curioso es que hasta hace 3 o 4 años yo ni siquiera sabía que se llamaba David. Cuando mis hijos empezaron a ir a colegio me enteré que los amables dependientes del colmado se llaman Joaquín y Marisol, que la dependienta de la panadería se llama Adela, y que David se llama David.

Y es que sí, también las personas ‘sin techo’ tienen nombre y apellidos y tienen una historia. Imagino que, como a mí, a algunos lectores les gustaría saber cómo David ‘acabó’ viviendo en la calle. Y es que a uno le gustaría entender qué pasa por la cabeza de esas personas.

Precisamente, en la recomendación de hoy hay respuestas a alguna de esas preguntas. Se trata del libro ‘Trazos de sombra’ de Sol Gómez Arteaga. A través de cuarenta relatos la autora traza ‘una personal cartografía literaria en torno a los desórdenes de la mente humana’. Son historias que desnudan las complejidades que hay detrás de personas como David que, desde hace unos cuantos años, tomó la decisión de vivir en la calle. Y la mirada de Sol es privilegiada ya que se nutre de su experiencia profesional como Trabajadora Social en el ámbito de la salud mental.

Los que conocen este blog ya saben que mis reseñas son muy básicas; en este sentido, y quien busque algo más completo puede consultar la hermosa y exhaustiva reseña realizada por Margarita Álvarez.

Sí que me gustaría, no obstante, esbozar algunas ideas sobre el libro recomendado. En primer lugar, debo confesar que me costó empezar a leerlo. Quizás por la temática, pero me resultaba desasosegante sumergirme en estos relatos y durante semanas el libro estuvo durmiendo en la estantería. Sin embargo, es un libro que se lee de un tirón y conforme vas avanzando, las historias te atrapan. Además está escrito con un lenguaje muy cuidado.

En lo que se refiere a la temática y cómo ésta es abordada, ahí aparece una de las primeras virtudes del libro: convertir la fealdad en hermosura. En vez de optar por la sordidez, Sol Gómez escoge el lirismo, escoge la belleza. Todas las historias tienen algo de inquietante, pero también tienen algo de bello. Sol Gómez tiene una sensibilidad fuera de lo común, y así lo transmite con unas cuantas historias que emocionan.

Hay que subrayar también que son historias que no te dejan indiferente, si bien la autora no juzga en ningún caso a los protagonistas. Es más, se ofrece una visión humanista, en la que los personajes son tratados con una gran dignidad y respeto. Es al lector al que en todo caso le correspondería juzgar, y para que éste tenga elementos de juicio, se muestra el trasfondo social que hay detrás de cada una de las historias, lo cual constituye otra de las virtudes de esta obra. Creo que este libro permite entender mejor y comprender las dificultades de personas —como mi vecino David— a las que la sociedad ofrece el castigo y la reclusión como única solución a sus problemas de salud (mental), los cuales además se ven además agravados por la soledad, el desarraigo, la incomprensión o la pobreza. O, quizás, al revés…

En fin.

Lean, lean…

Amigos


Onofre llega como todos los días desde hace cinco años a la estación de autobuses a eso de las once y media, despliega en un banco de metal con agujeros la hoja de periódico que lleva guardada en el bolso de la pelliza, se sienta y, así sentado, permanece cosa de media hora hasta que ve llegar, un poco a trompicones, como si hiciera un esfuerzo superior a sus fuerzas, el viejo coche de línea azul cobalto que viene de su pueblo. Entonces se levanta, recoge el papel de periódico y, apoyado en su cacha oscura, se acerca despacio a la dársena diez buscando entre los viajeros que se bajan alguna cara conocida, algún rasgo o algún gesto entre los rostros jóvenes que le resulte familiar, que se asemeje al rasgo o gesto de algún viejo amigo.

Del autobús desciende un chico al que pregunta:
—Chaval ¿no eres tú de Nava?

Así, de sopetón, le ha salido. El joven dice que sí, que es de Nava. Y al oírlo el corazón le da un vuelco. Le pregunta por Andrés, el pastor, por Demetrio, el molinero, por Ramón, y el chico resulta ser nieto de Ramón. “¿Ramón el tuerto? No puede ser”. El chico contesta que sí, que es”. “¿El que tuvo la cogida el día de la Purísima en el año cincuenta?”. “El mismo”. “¿Cómo anda tu abuelo, chico?”. El joven dice que bien dentro de lo que cabe. Luego añade que hace unos meses su abuelo se rompió la cadera y estuvo viviendo una temporada con ellos, pero cuando se encontró mejor, aunque no bien del todo pues todavía iba con tacatá, fue a visitar las dos residencias del pueblo y decidió quedarse en la que está en el antiguo seminario. Él pasa de esas cosas, pero su madre estuvo una semana o así sin salir de casa con un disgusto del copón cuando se enteró que el viejo ya había pagado el mes y la fianza y que ingresaba, de todas todas, al día siguiente.

Onofre sonríe, pensando que “el tuerto” siempre fue así, muy a su aire. Y le va a contar al chico cómo se ganó el apodo, aquella noche vísperas de la Purísima cuando unos cuantos de su quinta, con unas copas de aguardiente de más, se colaron en la finca de don Fernando y desde lo alto de un alcornoque comenzaron a citar a las reses bravas. Pero el joven le corta, dice que en diez minutos sale su autobús para Madrid y que todavía tiene que sacar el billete. “Mañana empiezo a currar en una chapistería y le puedo asegurar que no me vuelven a ver el pelo en el pueblo ni en pintura. Al pueblo solo de visita“. “Dale recuerdos a tu abuelo cuando le veas, de Onofre, dile, el del caserío”. El joven asiente, le da una palmada en el hombro y sigue hacia adelante. Pero antes de ser engullido por la puerta de cristal, Onofre grita: «Que no se te olvide, eh, los recuerdos». El joven, sin mirar hacia atrás, levanta el brazo. Y entonces se da cuenta: No le ha parado porque sí. El chico lleva en las venas la misma determinación y el mismo arrojo que demostró su abuelo hace sesenta años al bajar del alcornoque y ponerse de rodillas y con los brazos en cruz frente al toro, que nada más verle corrió hacia él y le volteó en el aire. Como pudieron le auxiliaron pero cuando llegaron al centro médico había perdido el ojo.

Y contento, desde que se fue del pueblo ésta es una de las pocas ocasiones que alguien le da razón de un viejo amigo, emprende el camino de regreso a casa. De vez en cuando, en sus excursiones diarias a la estación, le han llegado noticias de cómo van los arreglos de la torre de Santa María, tres años llevan ya de obras, o cómo está ese año la temporada de setas, él conoce un adil en el monte donde las setas de cardo se reproducen como por arte de magia, pero de sus amigos nada, ninguna noticia. Por eso encontrar al nieto de Ramón es una muestra de que la espera vale la pena. Lo diferentes que son las personas. El chico se va porque aborrece el pueblo mientras que a él le pasa todo lo contrario. Lo que daría ahora por estar ahora allí. Se fue hace ya hace cinco años, poco después de celebrar la comida de quintos del treinta y dos, al entrarle una pulmonía y empeñarse su Gloria en que no podía vivir sólo, pero por él se hubiera quedado. Camina despacio, agradeciendo el tímido sol que le da en el rostro, que le calienta los huesos. Total, prisa no tiene. Su hija por lo general viene después que él, así que le da tiempo a poner la mesa. Y hasta ver un poco la tele. Le tiene dicho que si llega a casa más tarde de las tres vaya comiendo, pero él no la hace caso y siempre la espera, en casa siempre se comió en familia. Hoy, lo ha visto antes de salir, hay sopa de primero. La sopa humeante y caldosa, a la que le gusta echar migas de pan, es uno de sus platos favoritos. Por cierto, ¿no son la hija de Ramón y su Gloria de un tiempo? Enseguida saldrá de dudas.

Abre la puerta de casa y se fija en el abrigo de su hija colgado del perchero de la entrada. Va a decir “No te puedes ni imaginar con quien me he encontrado hoy” cuando ve a su hija de espaldas, con el auricular del teléfono en la mano y escucha:
—Me corta de salir, de hacer mi vida, y yo, total, tan mayor no soy… No, todavía no lo hemos hablado, Sí… las personas que conozco, que tienen a sus padres en una residencia, me dicen que allí estará bien, aunque la verdad es que no sé como… No, tía, fácil no es.

Onofre retrocede. Sale de nuevo a la calle. Se sienta en el primer banco que encuentra, sin preocuparse, esta vez, de extender el papel de periódico que lleva en el bolso de la pelliza. Nunca pensó que el final de sus días los pasaría en uno de esos sitios donde se aparca a los viejos porque no se sabe qué hacer con ellos y piensa de nuevo en Ramón. En la noche de la cogida. Él siempre creyó que fue un insensato y un loco cuando se puso frente al toro, pero ahora se da cuenta de que puede que no fuera un insensato y que ojalá tuviera él la misma valentía que su amigo. Pese a que el sol de finales de octubre le da de lleno en el rostro, le castañean los dientes. Entonces se levanta y, medio encogido, regresa de nuevo a casa.

—¿Es que no se da cuenta de qué hora es? Creerá que no tengo más preocupaciones.
—Andrés no contesta. Se sienta a la mesa y se fija en el plato de sopa que hay encima. En el ligerísimo manto cuajado de grasa que la recubre. Así quieto parece una estatua. Su hija, en cambio, se mueve de un lado para otro. Cuando regresa a la cocina lleva el abrigo puesto.
—Llamo la tía del pueblo. Me dio recuerdos para usted.
—Muy bien, hija, pues si vuelves a hablar con ella se los devuelves. Los recuerdos.

Parece que la hija quisiera añadir algo más porque se detiene un instante a mirarlo. Al final sólo dice:
—Bueno, me voy…Ah, y hoy no me espere levantado.

Con la cuchara en la mano Onofre se queda solo frente al plato. Ahora que lo piensa últimamente su hija casi siempre viene tarde y cuando llega a casa pasa mucho rato pegada al teléfono. El otro día, sin ir más lejos, al sonar el aparato y cogerlo preguntaron por ella, pero al darse cuenta de que no era ella la que contestaba, colgaron. Entonces creyó que se trataba de un equívoco, pero quizá no fuera un equivoco y lo que pasa es que su hija ha encontrado a alguien. Posa la cuchara en la mesa, se levanta, se acerca al mueble bar y saca la guía de teléfonos del primer cajón. Con ella en brazos se dirige al tresillo de la entrada donde está el teléfono. Pasa las hojas y cuando encuentra el nombre de su pueblo fija la vista en la letra diminuta hasta descubrir en negrita el centro geriátrico “Edad Dorada” situado en la plaza Mayor donde siempre estuvo el antiguo seminario. Mientras marca el número de teléfono nota que el corazón le late con fuerza. Hace tiempo que no estaba tan nervioso, y está a punto de colgar cuando alguien contesta al otro lado:

—Yo, quería… llamaba para ver si tienen plaza… Ya…bien, bien, de acuerdo. No, no se preocupe, mañana insisto yo a esa hora.

Cuelga. Lo ha hecho. Se ha atrevido. Y mañana volverá a llamar a eso de las doce para hablar directamente con la directora que es quien le han dicho que se encarga de los ingresos. Al volver a la mesa se siente ligero, como si de golpe le hubieran quitado un par de años encima. Se sienta, coge la cuchara y se lleva la sopa que se ha espesado a los labios.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de esta autora

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Convite


En memoria de mi padre, Antidio Gómez Carriedo, que inspiró este relato un día que viajamos juntos en el autocar León-Valderas.
Mi padre nos dejó el 1 de febrero de 2020 pero sigue viviendo en el aire que respiramos, en el silencio, en la palabra.

 

Andrés, insólitamente quieto, mira muy fijo el dintel resquebrajado de la puerta mientras su madre, de rodillas, le abotona la chaqueta del traje que hoy se pone por primera vez. Nota cómo ésta tira de las solapas del cuello hacia arriba e intenta encajarle con precisos toques las hombreras en su sitio. Lleva mucho rato intentando adaptarle el traje a su cuerpo, un imperdible en el talle, unos cuantos alfileres en los bajos. Por último le pone, ya anudada, la corbata de seda. Andrés nota que le oprime el cuello, pero aguanta sin protestar. Está deseando que su madre acabe de una vez.

Paulina los contempla desde atrás.

—Así está muy bien, Socorro. Le queda que ni pintado.
—¿Tú crees? —oye decir a su madre, con un deje de ansiedad en la voz—¿No crees que le queda algo… demasiado grande?
—Y claro, mujer, con esa idea lo diste a arreglar, para que cuando crezca le siga valiendo.

Andrés escucha un gemido muy cerca. Desvía la vista del dintel, mira a su madre que se ha tapado la boca con la mano, que gira la cabeza, esquiva. Entonces contempla su rostro en la luna del espejo. Ve como se limpia, con los dedos índice y corazón, muy rápido, las lágrimas.

—No tengas pesares, Socorro —Paulina pone una mano en el hombro de la madre— es lo mejor que podías hacer.
—Pero él dejó dicho… —su madre habla con un hilo de voz.
—A él le habría gustado —corta tajante Paulina y dirigiéndose al niño—: Y tú, mocoso, arrea a comer a casa de tus primos, si no quieres llegar a las sobras.

Andrés abandona el cuarto y sale disparado por la parte de atrás de la casa. En el corral, colgado de una punta de la pared de adobe, está el viejo tirachinas. Lo coge y lo mete en el bolso del pantalón mientras escucha a sus espaldas “Andresín, no te manches”. “Ya sabes lo que te he dicho”. Entorna la puerta de madera medio caída y sale a la calle. Echa a correr cuesta abajo. El corazón le late con fuerza. Es el primer pantalón largo que se pone. Y la primera corbata, que intenta aflojar tirando del nudo, sin conseguirlo. También la primera vez que le invitan sus tíos a comer en la gran casona a la que tantas veces ha ido con su madre y sus hermanos más pequeños. Siempre para lo mismo. Para que les den garbanzos o tocino o unas monedas o un poco de cisco para el brasero. Su tía los recibe en ese comedor inmenso, con todos esos muebles y lámparas y porcelanas y les obsequia con unas cuantas pastillas blancas que a él no le gustan nada, pues saben a medicina y que traga sin masticar. La última vez que estuvieron en casa de la tía, hará dos semanas, ésta dijo: “Me traes a Andrés para el cumpleaños de Luisín”, “Pero Anuncia”, “He dicho que me lo traes y no se hable más”, “Sabes que con nosotros estás cumpli…”, la tía no le dejó acabar, “Además, ese día mataremos un pavo. Tú, Andresín, ¿has comido pavo alguna vez?”. Él negó con la cabeza y la tía Anuncia dijo: “Ves, Socorro, el niño no ha comido pavo nunca”. “Bueno”, acató la madre.

Y aunque nada más salir su madre no parecía muy contenta, como si no quisiera que él fuera a esa comida, de camino pararon en casa del sastre para que el traje que habían llevado a arreglar hacía unos meses estuviera para ese día. “No sé, Socorro, si me lo hubieras dicho antes”. Pero al final hubo suerte. Como suerte, piensa Andrés, es tener unos tíos ricos ellos que son pobres, por si un día tienen un apuro. Eso le dijo a su madre anoche, cuando ya estaban acostados. “Bueno, la rica es ella”, había contestado su madre. “Pero el parentesco, en realidad, es con él. Tu padre y el tío Santos eran hermanos”. “Ahh, ya me parecía a mí”. “¿Qué?”, “Pues eso, que el tío es …, no sé, más como nosotros”, “Anda, deja de decir bobadas y duérmete que vas a despertar a tus hermanos”. Pero no podía dormirse, no sabe si por la inminencia de la comida o qué, y siguió cavilando acerca de los parentescos y llegó a la conclusión de que sus primos salían a la madre. Tenían su mismo pelo color azafrán y nunca hacían pellas, ni se canteaban con los otros niños, ni se subían a los árboles a cazar pájaros y apenas le saludaban cuando le veían, como si no fueran familia, ni primos ni nada. Aunque a partir de hoy, con esto del convite…

Llega a la casa grande, con el portón de hierro con filigranas, y cruza el hermoso jardín plagado de rosales en flor. La criada, una joven de no más de dieciséis años, le recibe con una sonrisa:

—Qué guapo estás hoy, Andresín.

El niño no contesta.

—Ven conmigo, los señores están esperando.

Y mientras le conduce al salón, la criada añade:

—Hoy no habrás traído el tirachinas, eh, tormento, hoy te portarás como Dios manda.

El niño saca el tirachinas del bolso del pantalón y se lo muestra. La criada no puede contener la risa que le viene a borbotones. Andrés también ríe. Su asombrosa puntería y la habilidad con que se sube a los árboles le han valido el reconocimiento de mejor cazador de pájaros del contorno. Una tarde llegó a cazar hasta cuarenta y dos pardales que luego vendió por dos pesetas a un forastero de Dimangos. El dinero se lo entregó a su madre, menos una perra chica que se quedó para un pirulí de casa de la tía Jurela, esos sí que están buenos, de azúcar caramelizado y olea por encima. Y aunque los pájaros son lo que mejor se le dan, a veces dispara a las piernas de las chicas y consigue levantarles un palmo la falda por encima de las rodillas sin que ellas se den cuenta, al menos al principio, porque cuando ya lleva levantadas unas cuantas, alguna de las chicas nota algo extraño y empiezan a sospechar que Andresín, el matapardales, como le llaman, no anda muy lejos.

Cuando llegan al comedor la criada se ha vuelto de pronto seria y dice, con voz desconocida:
—Aquí está Andresín, digo…Andrés.

Ya están todos sentados a la mesa que preside la tía. A su lado está el tío Santos y, al lado, su primo pequeño. A él le colocan junto al homenajeado. La criada le pregunta, antes de que tome asiento, si no se quita la chaqueta y él dice “No, no, de momento no”, mientras recuerda las advertencias que le ha hecho su madre: “Saluda cuando llegues”, “Felicita a tu primo”.

—Buenos días —dice, y a su primo—: Felicidades, primo —dudando entre darle la mano o dos besos. Al final le da dos besos.
—Gracias —contesta el otro, levantándose y volviéndose a sentar. Entonces observa que lleva pantalón corto. Y una camisa que le ha visto en el colegio infinidad de veces.

Enseguida llega la criada con la sopera humeante y sirve, ante un gesto de la tía, primero a su primo Luis. Una sopa con trozos grandes y alargados de carne, zanahoria, cebolla y pimientos verdes. Luego le sirve a él. La sopa huele bien. Nada que ver con el caldo que les dan en el comedor del auxilio social todos los días. Está caliente, además. De pronto le entra un hambre atroz pero recuerda las advertencias de su madre: “No te lances al plato, que te conozco, come cuando todos se pongan a comer, demuestra que tienes educación”. Las tripas le rugen sin que pueda evitarlo. Y el nudo de la corbata le oprime una barbaridad. Entonces se quita la chaqueta que cuelga de la silla, luciendo una camisa inmaculada plagada de diminutas jaretas, que era de su padre y que su madre también dio a arreglar. Las mangas están recogidas en graciosas lorzas que irán deshaciendo a medida que crezca. Las tripas le vuelven a crujir cuando la criada sirve a su primo pequeño. Nota que todos los ojos están fijos en él. La criada por fin se retira.

—Vaya guapo que estás hoy —comenta amable el tío Santos llevando la cuchara al plato.

“Ahora” se dice a sí mismo Andrés, “Ahora es el momento”. Coge con la cuchara el trozo más grande de carne del plato y se lo lleva a la boca.

—Más valía que en vez de llevar el traje al sastre, su madre hubiera comprado un saco de harina.

—Mujer —dice el tío Santos.

Andrés mantiene el trozo de carne en la boca sin tragarla. Piensa en las noches que, para pagar al sastre, su familia ha cenado un mendrugo de pan que su madre consiguió burlarle al ama. Pero hay más cosas. Cosas que él todavía no acierta a entender, relacionadas con la carta que su padre dejó escrita la madrugada del nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, horas antes de que le fusilaran, que su madre lee todas las noches sentada en la cama, cuando cree que todos duermen y que luego guarda bajo el somier “…Me sacas el traje al aire para que no se apolille…”.

—¿No comes, Andresín? —pregunta su tía.

Andrés traga sin masticar el trozo de carne que tiene en la boca. Posa la cuchara en la mesa, dice con voz apenas audible:
—No tengo hambre. Además me tengo que ir.

—Será posible…

Aunque Andrés sabe que es de mala educación levantarse de la mesa en plena comida, coge la chaqueta de la silla y abandona el comedor. Se le ha pasado el hambre de un plumazo. Con paso ligero cruza el jardín de los rosales, empuja la puerta de hierro. Nada más alcanzar la calle se arrepiente de no haberle dicho cuatro cosas a la bruja de su tía, que sabrá ella de la vida. Con el tirachinas en la mano corre hacia el camino de las acacias. El resto de la tarde matará unos pájaros y se los llevará a su madre para que los haga fritos para la cena. Con cuidado de no mancharse ni rasgarse, al subirse a los árboles, el traje nuevo.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

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Mi madre


—Hijo, ¿no es muy delgada?
—¿Delgada?
—No sé, muy menuda, poca cosa para ti.

Supongo que Inés, la chica de apariencia frágil de Dimangos con la que salía hacía unos meses y por la que había aceptado el puesto de químico en la cooperativa de vinos de mi pueblo, era muy poca cosa comparada con mi madre. Pero yo creo que ni Inés ni ninguna otra mujer más fuerte le hubieran parecido bien a ésta, para quien el pequeño mundo a dos que se había construido durante años se desbronaba como tierra reseca entre las manos.

Mi madre, que había quedado viuda muy joven, trabajó toda su vida en las tareas más duras del campo, entresacando o esculando remolacha, arrancando lentejas y garbanzos, trillando, respigando, atropando la vid o cortando la uva. La única vez que le oí lamentarse fue una noche, siendo yo muy pequeño, en la época de vendimia. Acabábamos de cenar y pegada a la lumbre zurcía unos calcetines de lana mientras en la mesa yo hacía los deberes. Entonces me pidió que le acercara un vaso de agua con mucha azúcar para las agujetas. Entre sorbo y sorbo me dijo con media sonrisa, casi excusándose: “Hoy, hijo, tienes sólo la mitad de tu madre aquí, la otra mitad quedó en el campo”.

Llevaba un año saliendo con Inés cuando un día le dije:
—Madre, me caso.

Ella, que en esos momentos tejía un jersey de lana, detuvo el movimiento de sus agujas. Me miró por encima de sus lentes.
—¿Estás seguro?
—Seguro, madre, como no lo he estado en toda mi vida.

Nos miramos fijamente, midiendo fuerzas. Yo, por mi parte, estaba decidido a seguir adelante, con su consentimiento o sin él.
—Con la escuchimizada esa de Dimangos, supongo. Mira que ir a buscar novia a un pueblo más pequeño que el tuyo.
—Madre —la reprendí.

Y mientras volvía a su labor añadió:
—En ajuar te llevas media docena de sabanas que mandé bordar con tus iniciales, dos mantas del Val de San Lorenzo, una docena de mudas, toallas, trescientas mil pesetas…

Enumeraba todas estas cosas que tanto le había costado atesorar sin entusiasmo.

La corté:
—Madre, no es necesario…
—Pamplinas. El dinero lo he ahorrado de lo que me has ido dado desde que empezaste a trabajar y te vendrá bien a la hora de dar una entrada para una vivienda. El traje y los invitados los pago yo, que aunque te criaras sin padre, nunca nos ha faltado de nada.

Era verdad. Mi madre había comprado cuatro vacas de leche y, un poco al tum tum, después del trabajo a jornal en el campo empezó a elaborar y vender unas quesas que le quitaban de las manos y que permitieron no sólo sacarme adelante, sino darme estudios.

—Ahora bien —levantó la vista de la labor y me miró detenidamente—nada de cenas de pedida. Los detalles de la boda los arregláis vosotros y a mí me decís lo que sea.

Hicimos una ceremonia sencilla a la que sólo asistimos los familiares más allegados. Mi madre fue la madrina. Llevaba un traje negro de brocado y un velo de tul en la cabeza, a la manera antigua. Todo el rato estuvo seria. A la salida de la iglesia, mientras los invitados tiraban arroz, se colocó al lado de sus primas, Ángela y Bibi, que ese día estaban muy elegantes. Cuando nos acercamos a darles un beso y Bibi comentó lo guapa y fina que estaba la novia, y lo contenta que podía estar mi madre con mi elección, ella puso mala cara.

Este gesto de severidad tampoco le pasó desapercibido a mi mujer, que en la comida me dijo:
—Tu madre no me quiere, Carlos.
—No te preocupes, Inés, te querrá. Dale tiempo al tiempo.

Miré a mi madre. Con el tenedor separaba el arroz del marisco, sin probar bocado. Pero ni yo estaba seguro de ello.

Tras el viaje de novios que hicimos a los Países Bajos nos instalamos en una casa de alquiler a las afueras del pueblo. Inés se acercó un día a la casa de mi madre, portando un cuenco de arroz con leche. Llamó a la puerta y al no obtener respuesta, insistió. Cuál no sería su sorpresa cuando la oyó echar el cerrojo por dentro. Me lo contó más tarde mientras lloraba y se juraba a sí misma no volver a pisar una casa en la que no era bien recibida.

Yo visitaba a mi madre a diario y todos los martes comía el cocido con ella, un cocido buenísimo que hacía a fuego lento en la lumbre. Me estaba sirviendo la sopa con el cazo cuando le pregunté por qué no había abierto la puerta a Inés. Vi que a mi madre, a quien jamás pillé en un renunció, le tembló el pulso y con voz apenas audible contestó que no la había oído. Una mancha amarilla de caldo y fideos se expandió sobre el mantel.

—¿Hasta cuándo vas a estar así, sin aceptar a Inés? Aunque a ti no te guste es mi mujer y la quiero ¿entiendes?

Entonces dijo que le dolía la cabeza y que se iba a echar un rato.

Dejé de ir por su casa un par de semanas pero al tercer martes volví. Mi madre se puso contenta, no había más que ver cómo le brillaban los ojos. Y me di cuenta que me esperaba porque había echado dos rellenos al cocido, dos alas de gallina, dos trozos de tocino. De la disputa del último día no comentamos nada. Las cosas volvieron a la normalidad pero jamás preguntaba por Inés y si yo le hacía alguna alusión o hablaba de lo que habíamos hecho juntos guardaba silencio. Mi madre había levantado, entre ella y mi mujer, un muro infranqueable que no dejaba que nadie, y mucho menos yo, traspasáramos.

Un día al visitarla la encontré tirada en el suelo de la subida al desván. Había ido a coger una manta y al intentar bajarla se cayó con ella encima. No podía ponerse en pie y se ahogaba. Como pude la arrastré a su cuarto y la senté en una silla. Apenas podía respirar y se quejaba de dolor. Llamé a Inés y le dije que trajera el coche. Vino enseguida. Cuando oyó que queríamos llevarla al hospital se negó en rotundo. “Dejarme morir en mi casa”, repetía. Entre los dos la bajamos a la planta inferior. Mientras la transportábamos Inés, que llevaba todo el día revuelta, ahogó una arcada y se llevó la mano a la tripa. Nos detuvimos un momento, mientras la sujetábamos por los brazos, hasta que Inés se repuso. Como pudimos la metimos al coche. A mi madre la ingresaron en el hospital. De madrugada, mientras volvíamos a casa, Inés me confesó que estaba embarazada de mes y medio. Era una noticia estupenda. A pesar del frío que ya empezaba a hacer, abrí la ventanilla del coche y lancé gritos de alegría. Sólo lo sabíamos los dos y de momento no quería que se difundiera la noticia. “Por lo que pueda pasar”. “¿Qué va a pasar, mujer? No puede pasar nada”, le dije mientras con la mano libre le acariciaba la tripa todavía incipiente. “A tu madre tampoco. Prométemelo”. “De acuerdo, Inés, pero algún día habrá que anunciárselo”. “Algún día”, contestó, acariciándome la mano que acariciaba su regazo.

El médico me explicó que mi madre se había incrustado un par de costillas en el pulmón y que estaba desorientada, algo normal en personas que han pasado varias horas caídas pero que con el tiempo solía remitir.

Estaba sola en una habitación con mucha luz. “Mi niño”, dijo en cuanto me vio asomar por la puerta. Nunca, ni de pequeño, me había llamado así.

Para comprobar hasta qué punto coordinaba le pregunté por el mes en qué estábamos.
—Es abril —contestó muy segura de sí.
—No, madre, estamos a finales de septiembre.
—Ah, sí, es verdad hijo, la temporada de vendimia. La cantidad de cuartas que vendimié yo con Tomasín “el de la fragua”. Y no es que yo lo diga, pero éramos los más rápidos, siempre íbamos a la cabeza del lineo. Todos los jornaleros nos matábamos para ir a vendimiar para don Don Teófilo, que era el amo que mejor nos trataba, había que trabajar pero sin reventarse y hasta nos dejaba llevar unos racimos de uva a casa. La vuelta era lo mejor, subidos al carro, mientras cantábamos “De quién es esa cuadrilla, cuadrilla de tanto rumbo, es la cuadrilla de don Teófilo, que lleva la sal del mundo”. Un año, no se me olvida…

Intenté traerla al presente.

—Madre, ahora la vid se planta por el sistema de espaldera, ya no hay que agacharse para coger los racimos. Además hay máquinas que sin intervención del hombre recogen la uva…
—Pamplinas —me cortó mi madre ásperamente, mientras miraba un punto infinito de la pared inmaculada.

Podía haberle replicado. Pero no lo hice. Veía que mi madre se estaba haciendo mayor. Además estaba en un medio extraño, lejos de su casa, de sus cosas. No. No iba a contradecirla. No iba a sacarla de un mundo que sólo pervivía en su memoria agujereada.

Pero una vez más subestimaba su sabiduría natural. Una sabiduría que, desde luego, no estaba en las horas de estudio frente a los libros, ni en las aulas de la universidad, ni en un laboratorio rodeado de decantadores y pipetas.

Tras un interminable silencio dijo ya sin acritud, sin pizca de resentimiento, como hablando para sí:
—Cuando vuelvas me traes una madeja de perlé y cinco agujas cortas.
—Pero madre.
—Voy a ver si atino a hacer unos patucos. El perlé blanco, por si acaso, aunque yo creo que lo de Inés —era la primera vez que pronunciaba su nombre— fíjate, va a ser niño.

 

Relato de Sol Gómez Arteaga

Publicado en el libro ya agotado “Los cinco de Trasrey y otros relatos”, que editó la actual Fundación Fermín Carnero en el año 2012.

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Lecturas recomendadas: El vuelo de Martín


Ya hace un tiempo que leí este libro que hoy les recomiendo. Y hace también bastante tiempo que escribí estas líneas.

Pensarán que quizás el libro no tiene mucho que ver con el blog. Pues sí y no, como diría aquel gallego.

Me podrían decir que el libro no tiene mucho que ver con los temas que generalmente tratamos en el blog; en esta novela básicamente se narra la historia de un muchacho argentino que se instala con su madre en Madrid. Y sí, debo darles la razón porque esta es una historia urbana… nada que ver con campesinos, cultura rural, etc.

Antes de seguir, hago un paréntesis para aclarar al lector que esto son recomendaciones, no reseñas literarias.

Ahora bien, este libro y su autora se merecen estar acá por muchas razones. Una de ellas es porque Sol Gómez Arteaga ha colaborado con varios cuentos / relatos en este blog. Ese ya podría ser un motivo suficiente. Además, estarán de acuerdo conmigo que esta autora escribe muy bien. Otro motivo para recomendar esta novela es que las problemáticas en las que está centrada, como el desarraigo o la dureza de la emigración, no nos son ajenas… Una tercera razón más para sugerirles esta obra es que, como diría un amigo mío, Sol Gómez Arteaga pace en los mismos praos que nosotros pacemos. Tadeo, por ejemplo, es de los nuestros… Finalmente, un motivo más que avala la recomendación de hoy es que en este blog tenemos querencia por Argentina y sus gentes, y el protagonista es Martín, un chaval argentino.

En fin… ¿Qué más les puedo decir? Pues que es una lectura que vale la pena.

A qué huelen los sueños


“…Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos.

Y fue tanta la inmensidad del mar y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y Cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

-Ayúdame a mirar”.

Galeano

 

 

 

Llegué al pueblo en el año treinta y dos con mi plaza recién estrenada de maestra y la ilusión de enseñar a los niños a leer y a escribir, a hacer cuentas, pero también a mostrarles que más allá de la planicie de sus tierras había otro mundo, otras formas de vida, otras realidades, otras formas de pensar, y un pasado, claro está, del que todos proveníamos. Fue así como cuarenta chavales, entre niños y niñas, asimilaron eso que se llama saber y que nos hace más libres.

También pensé que debían aprender a organizarse. E hicimos la biblioteca escolar formada por los propios alumnos, y con ayuda de unos cuantos socios protectores y una rifa que se hizo en Navidad, compramos libros tan esenciales como “Las fabulas de la Fontaine”, “Los cuentos de Perrault”, “La Cabaña de Tom”, “La divina comedia”, “La Iliada y la Odisea”, o “El lazarillo de Tormes”. Eran dos editoriales, lo recuerdo muy bien, Calleja y Araluce, las que nos suministraban los textos que sin salir del aula nos permitieron con la imaginación navegar a Ítaca, alcanzar América, descender al infierno de Dante, o transitar por los lupanares de la picaresca española.

Al final de curso representamos en la Casa del Pueblo recién estrenada varios fragmentos de “Luces de Bohemia” de Valle Inclán. El público formado por los chavales de la escuela, pero también por buena parte de la gente del pueblo, aplaudió entusiasmado.

Tal fue el éxito de obra y las felicitaciones recibidas, que se me ocurrió que quizá los mayores quisieran aprender. E iniciamos, pasado el verano, una clase con media docena de hombres y de mujeres a los que con el tiempo se fueron sumando algunos más.

Fue admirable y para mí una de las mayores satisfacciones como docente ver cómo después de dejar las duras tareas del campo, cansados, pero limpios y curiosines, se entregaban diariamente y con puntualidad férrea a un conocimiento que hasta ese momento les había sido vetado.

El día que desplegué una lámina con los músculos del cuerpo humano en su versión masculina y femenina, algunos alumnos se ruborizaron. Les tuve que aclarar que un cuerpo desnudo no es ofensivo sino algo natural como un roble o una piedra. “Por ahí” dijo Pepín señalando con el dedo el vientre femenino “vienen los niños y hay alguna que desde luego no para de hacerlos”, y ahora miraba a Pacita que con veintitrés años tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Algunos alumnos varones rieron. Pacita, la cabeza gacha, estaba roja como la grana. Recriminé a los graciosos, les dije que tener un hijo era cosa de dos, y que además había forma de controlar los embarazos no deseados. Me miraban con los ojos como platos cuando les expliqué que en el ciclo de la mujer, de treinta días, era hacía la mitad de éste donde radicaba el mayor riesgo de embarazo, aconsejándoles evitar las relaciones sexuales esos días.

“Pero Don Tirso, el cura, nos dice que los hijos son un regalo de Dios y que hay que recibir a todos los que vengan”, ahora hablaba Luisa, una muchacha apocada y triste. “Bueno, los curas necesitarían recibir de vez en cuando clase de ciencias naturales y ver más de cerca lo que se cuece en las economías domésticas”. Algo de esto le debió de llegar a don Tirso pues desde ese día, él que era generoso en saludos, ni me miraba cuando a veces, por razón del cargo, coincidíamos en actos públicos.

Pero no solo yo les enseñaba. Ellos también a mí, a hacer el pan, a zurcir, a repasar, a hilar, a hacer quesas con el cuajo de la leche de las vacas, aunque ellos decían que estas cosas no eran importantes. Son las letras, señorita, y los números, lo que de verdad tiene ciencia. Qué equivocados estaban al no apreciar esa sabiduría de antiguo, esos conocimientos trasmitidos de generación en generación.

Un día, recuerdo que era sábado, desplegué una lámina del mar, y al verlo Pepín, que era el más extrovertido, exclamó: “¡Azul y con puntillas!”. “No”, aclaré, “es la espuma, el bálago de las olas”.

Surgieron infinidad de preguntas: ¿Cómo es el mar?, ¿A qué sabe?, ¿Cuánto pesa?, ¿Cómo es de largo?, ¿Qué son olas? El mar es inmenso, les dije, y está frío, al menos el del norte, que es el que yo conozco, y suena… ¿os acordáis que el otro día hablamos del sonido del corazón, con su sístole y diástole? Pues así suena, como un corazón que no se para nunca, ni siquiera de noche, cuando todos descansamos.

¿Y a qué huele el mar, señorita? El mar huele a algas, a peces vivos. Sus miradas de desconcierto me hicieron caer en la cuenta de que los únicos pescados que llegaban a esas tierras de interior eran el bacalao y las sardinas arenques.

No pude pegar ojo esa noche pensando en ese olor que no les podía describir ni comparar con nada y se me ocurrió, ya casi de madrugada, solicitar un autobús a la Diputación para ir a verlo. ¡Qué alegría cuando me llegó la carta con el permiso concedido para que mis alumnos pudieran conocer el mar, tocarlo, olerlo, bañarse en él, oírlo, sentirlo!

La mayoría del grupo de mayores trabajaban y no podían dejar de hacerlo, así que al final solo fuimos ocho adultos y una treintena de chavales. Salimos muy temprano y tardamos ocho horas en llegar a la playa de Salinas. Cuando llegamos había niebla cerrada que poco a poco fue abriendo. De una forma natural y como si las olas les susurraran, “venid, acercaos”, los chavales se quitaron los calcetines, los zapatos, los pantalones, los jerseys, y se metieron en el agua con el calzón solo. Las chicas lo hicieron en combinación. Estaba fría y gritaron, corrieron, saltaron, se mojaron entre ellos. Cuando se cansaron de jugar se pusieron a coger quisquillas, lapas y mejillones en las rocas. Y más tarde a observar a los pescadores lanzando sus cañas a lo lejos. Los mayores, en cambio, renuentes y tímidos, se acercaron al mar con cautela no exenta de asombro. Pero a medida que iban tomando contacto con la arena también a los adultos se les iba quitando el pudor y la vergüenza. Ver a esos adultos que jamás habían salido de su pueblo mirar extasiados el mar es algo que no se puede describir con palabras, tampoco olvidar.

Como recuerdo de aquel día rellenamos botellines con el agua de mar y con arena, cogimos algas, también una buena colección de crustáceos. Y durante algún tiempo, semanas, hablamos en clase de la riqueza del mar, de su cultura, de la forma de vida de sus habitantes que ahora eran un poco nuestros, pues los comprendíamos mejor.

Jamás olvidaré, por mucho tiempo que pase, la descripción que hizo del mar Luisa, la muchacha apocada y seria, a la que por primera vez le reían los ojos. Dijo que olía a maravilla, a horizonte, a azul, a verde, a primavera, a brisa, a libertad, a flor, a gaviotas, a abrazo, que el mar olía al olor de los sueños. Y es que Luisa, sin saberlo, estaba haciendo poesía y metáfora.

Lo que vino después fue tan terrible, oscuro y largo que nos hizo llegar a pensar que aquel tiempo pasado no existió, que fue tan solo un espejismo.

Pero no. ¿Ve el botellín, muchacho, encima de la trébede? Es arena de la playa de Salinas. Puede cogerlo y sacarle foto si quiere para su artículo, ese botellín es prueba irrefutable de que lo que le cuento ocurrió, de que lo que le cuento es tan real, muchacho, como los miles de granitos de arena que contiene.

 

 

 

 

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