Quebrantada


Arrancamos este rimadal de citas con “El libro de la Montería”, del siglo XIV, que describe Las Derroñadas de Vega, un escarpado barranco, un paisaje ferroso y un enigma indescifrable que ha quedado entre nosotros, como buen monte de puerco en ivierno et en verano, et a las veces hay oso. Al arrimo de robles, encinas, urzales y estepas, aquellos contornos no eran una terra incognita para creyentes (Camino de Santiago), sino también un buen cazadero. ¿Quiénes más supieron de aquellos páramos salpicados de manchas boscosas? Valdecastrillo, Valdequintana, Valderas… y la presencia reiterada de cerámica en pueblos del Porma y Curueño, testimonian que los romanos merodearon por estos andurriales. Pero muchas cosas escritas en el pasado, el tiempo se ha encargado de borrarlas, dejándonos de contar una historia ahora desconocida. Como no sabemos nada concreto, vamos a compartir y enhebrar algunas conjeturas acerca de esa arrebañadura, la Quebrantada, una quebradura, donde a veces, en verano, se halagan tormentas innecesarias.

Documentos medievales hablan del Molino de la Griega y de su arrogancia, quiera Dios o no quiera, ha de moler el molino de la griega donde, y aunque traído quizás por los pelos, aprovechamos para entretenernos y anclar el origen mítico de la cárcava. Un cuenco descarnado y áspero, un enigma pesado, donde el sentido común pudiera ver un corrimiento de tierras, un argayo. Como preferimos participar de la Historia con mayúscula, nos da por pensar en una ruina montium. La imaginación no para aquí y algunos vecinos, según Eutimio M. (1995), sospechan es obra del diablo.

Se trata en cualquier caso de una atalaya soberbia, cuando la nieve o la lluvia vacían el aire y mejoran la calidad de la luz, se muestran dibujadas al completo, en profundidad, las siluetas de una geografía provincial e íntima: Ubiña, Teleno, Trevinca… Durante el verano, con el hastío que incorporan los cielos veraniegos, tales horizontes no aparecen, o si lo hacen, son más apagados, diluidos, imprecisos.

Desde el borde de la quebrada y al lado unos fríos esqueletos metálicos, contemplamos deslizarse el Porma, después de ver desaparecer su galería refrescante de paleras, salgueras, alisos, guindales y fresnos, que antaño contribuyeron a dibujar aquel bocage, un tejido de caminos, prados, panes, sebes y presas llenas de vida, ahora enjauladas. La concentración, su cuadriculada geometría, la especialización de las producciones y los cultivos forestales muestran ahora una reducida paleta de verdes o pajizos colores, mientras esperamos que nunca se concrete el temor de Rufino J., de ver convertido este mosaico presente en una Mesopotamia seca y raposa.

Las obras de construcción de la minicentral de Los Molinos, remataron la agresión más brutal y desconcertante sufrida por el entorno, dando al traste —dijo Luis Jesús V. alguien que sabe—, con el mejor coto de truchas del mundo, puedes preguntárselo a Fraga o a Zapatero. Un paisaje que se nos antojaba perfecto. Fue fácil entender lo escrito por Olga T., había que añadir a los elementos hacedores, al aire, la tierra, el mar y las aguas, uno más, la quintaesencia, la tristeza era una palabra importante en la definición del mundo, estaba en la base de todo. Aquel cosmos trabado y esquivo que considerábamos nuestro, fue el que se encontró Andrés T. cuando se acercó a aquel ecosistema de supervivencia —hay quienes hablan del estraperlo como la cara amable del racionamiento— y resumía: fue un trayecto corto. De León a Vegas del Condado, precioso pueblo entonces con nombre que suena, aún hoy, a legendaria tierra del Norte, galesa o inglesa.

Entre la ignorancia de unos, la pasividad de los más y el desconcierto de todos, todo se trastornó, mudó. Hubo reuniones, papeleos, cansancio, connivencia, otras prioridades a las que prestar atención. Faltó la colaboración y firmeza exigida por la agresión que suponía la minicentral.

Habíamos olvidado haber abortado la instalación de una cantera en aquellos derrubios. Las obras de la concentración habían sacado miles de metros cúbicos de zahorra de la zona y el pueblo no había visto nada a cambio, aunque en un pasado cercano, nos dicen, se cobraron algunas pesetas acarreando tierra y cantos para remendar caminos y carreteras provinciales. Pero esto no tenía nada que ver, además, el pueblo tenía claro que no era su sitio. La Crónica de León de 28 de febrero de 1993, recogía la resolución de aquel conflicto, el empresario no quería perder el tiempo y se había echado atrás, el alcalde me ha engañado, después de darme su conformidad, dijo para rematar. Problemas recientes, el pasado próximo, escrito y documentado…, pero lo que sucedió allá atrás, continúa sin desentrañarse.

Recogía el amillaramiento de 1944, los montes existentes carecen de maderas y (son) muy reducidos en leñas, su mayoría solo producen brezos y plantas de reducido valor. Aunque la fisonomía del monte pudiera haber cambiado, los romanos siempre anduvieron bien de mercenarios y esclavos y cualquier obra, por impensable que nos parezca, para ellos sería un empeño más, como abrir canales para la conducción de agua. Podría ser cierto entonces lo comentado por Francisco V. (1902-2004) ví correr el agua desde Resmilán hasta la Quebrantada. Eutimio M., trashumando en su Suzuki por aquellos vericuetos, también lo creyó posible un día de broncos aguaceros, pero hoy resulta difícil desenmascarar los trazos de aquella realidad por la urbanización forestal —de cuarteles y pistas hablan los entendidos— que el monte ha padecido. Como solo contamos con pobres informaciones o datos superficiales, sólo una investigación exhaustiva o la aparición de restos determinantes, revelará lo fiable de algunas imaginaciones o lo que permanece enterrado, si hubo o no un molino de bellotas, una explotación minera o un fortuito corrimiento de tierras. Preguntas que nos hacemos sin tener respuesta.

Si huroneamos algo, es fácil tropezar con notas que nada aclaran; una de ellas, recogida por Juan A., escribe que le había comentado un vecino de Villasabariego la existencia de una ruta mágica, o canal misterioso, que llevaba el agua desde la Quebrantada de Vegas al molino del Alto de la Griega de su pueblo, también maldito, nunca echó andar.

César M. (1950) en sus “Excursiones arqueológicas por la provincia de León” escribe: No he conseguido ver el canal, que he buscado sin fruto. Lo que sí se notan alrededor de la Quebrantada, son vestigios de edificación, es decir, que se ven guijarros aprisionados con fuerte argamasa.

Claude D. (1987), no se había acercado al lugar, pero tomó prestado lo escrito y ampliaba, en la margen izquierda del río Porma, frente por frente a Vegas del Condado y situada entre los 900 y 1050 m de altitud, una áspera quebrada, surcada por un artificial barranco ancho y profundo, arrancó una parte de la ladera del monte. Ningún sistema hidráulico es detectable alrededor, lo que pudiera documentar una explotación minera a cielo abierto abandonada por poco rentable, improductiva.

Había profesionales que continuaban interesados en el secreto que ahí aguarda y al hilo de unas investigaciones, el Ministerio de Cultura, (1993), edita la Tabula Imperii Romani, donde en la Hoja K-30: Madrid, sitúa una mina de oro al aire libre sobre yacimientos aluvionares. Situada en la Hispania Citerior, en el Conventus Asturum, viene acompañada de un gráfico donde aparece designada  como XLc,  señalando sus coordenadas geográficas: 42º 41’N – 5º 22’W y la la describe: las explotaciones sobre el yacimiento de la Quebrantada por los romanos, conducían el agua por un canal de tierra, a través de diversas lagunas que realizaban los mismos, tal como principal en este caso la de Remilán (sic) en término de Cerezales del Condado (sic), que a la vez aprovechaban la molienda de bellotas para harina medicinal, elaborando estos trabajos en el entorno de la Quebrantada. Interpretaciones y detalles que nada resuelven, todos los interrogantes siguen abiertos, como escuchamos en la TV. Seguimos sin saber lo que ocurrió. Queremos entender un pasado pero nos encontramos con un trampantojo. ¿Qué habrá ahí camuflado, si es que hay algo?

фром ваика де порма, Marta Nubenegra.

Gelín habla con su pierna


Gelín se recoge con una pinza la pernera izquierda del pantalón del único traje que tiene con sumo cuidado, casi con reverencia, plisando la tela como si cerrara un acordeón. En la mesa están dispuestos los gladiolos que cortó la tarde anterior en la huerta, poco después de enterarse de lo de Carlines. Con ellos en una bolsa, apoyado en las muletas, más solemne y arreglado que otros días, se dirige al camposanto como todos los sábados desde que aquel aciago quince de noviembre, hoy hace dieciocho años, el tren le arrollara la pierna.

En la cuesta se encuentra con la tía Pascua, enterona y revieja, que vuelve del cementerio.

—¿Qué, Gelín, ya vas?
—Sí, ya voy —contesta él.
—¿Se sabe algo nuevo de Carlines? —al oír la pregunta Gelín se para en seco.
—No, nada, yo al menos no sé nada.
—Boniticas flores llevas hoy… los tuyos te lo agradecerán.
—A ver —dice por decir algo y continúa su trayectoria.

Pero lo cierto es que Gelín no lleva las flores a los suyos, las lleva a su pierna, enterrada también en el panteón familiar, a quien cuenta sus confidencias. Claro que de esto ni media a nadie no le vayan a tomar por loco y encerrar como hicieron con Manolo la temporada que le dio por decir que veía vacas en las paredes de su casa. Además, conversar con su pierna no cree que sea ninguna rareza, sino algo de lo más natural, algo que, desde luego, él tiene incorporado, como comer, dormir o alternar. Hasta la ha puesto nombre de mujer, Paca la llama por su semejanza con pata, y ella le contesta, le da prudentes consejos, “Esto es lo que tienes que hacer Gelín, esto es lo que más te conviene”, que unas veces sigue y otras no. En alguna ocasión también discuten como todo hijo de vecino, no todo va a ser miel sobre hojuelas. Pero en los dieciocho años que llevan separados se puede decir que se llevan bien, o muy bien. La pierna es su alter ego, le entiende, le comprende y sabe tanto de él, a veces más, que él mismo. En todo caso, Gelín está convencido de que esa conexión especial que tiene con su pierna le hace bien, y que lo que es bueno para uno no puede ser malo en general.

Para festejar la mayoría de edad de Paca, hoy Gelín, que es un adán para las plantas, le lleva unos gladiolos que ha cuidado con esmero durante semanas, pero en vez de sentirse contento, se nota raro, revuelto, “amurriau”, sin ápice del entusiasmo que le ha acompañado estos días. Y no se lo explica. No cree que se deba al recuerdo de aquel mediodía aciago en que la mula que acababa de comprar se trabó inamovible en la vía, y allí quedaron la mula y la pierna, ni a la evocación del entierro que días después le hicieron a esta última y al que asistió, todavía dolido de un miembro que no tenía, como si de un hermano menor o un hijo se tratarse, pues ambos episodios los ha rememorado tantas veces que los tiene desgastados. Pero el runrún no se le va.

Como no sabe de disimulos posa las flores en la lápida sin decir palabra.

Es Paca la que le habla, le pregunta.

—¿Qué te cuentas?
—Poca cosa, ya eres mayor de edad.
—Sí, dieciocho años que han pasado sin sentir.
—Pues a mí a veces me dan ganas de dejarlo todo…, el huerto, la partida de dominó en el Caruli con esa panda de viejos gruñones, los vinos de la tarde, y venirme de una vez por todas a descansar contigo.
—Día de tormenta traes hoy…
—¡Qué tormenta ni que tormenta! —contesta a la defensiva.

Tras un silencio Paca carraspea, pregunta:

— ¿Alguna novedad?
—El Carlines, que le dio un flu. Lo llevaron pa León. Los vientos del pueblo dicen que se recuperará, y ya sabes que los vientos del pueblo siempre o casi siempre aciertan. Pero también dicen que hay que esperar.
—¿Y no crees que ya va siendo hora de que hagáis las paces? Os vais a morir y cada uno por vuestro lado.
—¿Con ese orgulloso y ruin? ¡Quita por Dios! Mira que enemistarse por nada.
—¿Por nada, dices? Ummmmmm…

Gelín rememora el día del enfado. De la misma quinta, Carlines y él habían ido a la escuela juntos, y aunque en ocasiones se chinchaban y rivalizaban, habían compartido juegos, deberes, hasta algún que otro castigo. Y vinos de mayores en la taberna, al finalizar la jornada, hasta el día de la broma gorda en que Carlines no le volvió a dirigir la palabra. Ocurrió en ese mismo escenario una noche de finales de octubre al inicio de la temporada de setas. Se había tomado unos cuantos aguardientes en el bar Caruli y en vez de irse a dormir a casa, dada la falta de sueño que arrastraba desde hacía meses, decidió darse una vuelta por las afueras del pueblo para nada más clarear ponerse a la faena. Esos días en los adiles de la Dehesa brotaban, gracias a la humedad que traían las cuatro gotas de agua que caían por la tarde, ramilletes de hongos, níscalos, aunque a él, como a la mayoría de la gente del pueblo, lo único que le interesaban eran las setas de cardo. Pero al llegar al camposanto le entró sueño. Entonces decidió descansar un rato al abrigo de las tumbas. Buscó cerca de la tapia la de su tío Chucho, a la que tenía apego, y se echó encima, mirando las estrellas. Poco a poco se fue quedando dormido. Hasta que oyó en medio de la noche el crujido de la puerta. Al principio se asustó, pero al ver la silueta inconfundible de Carlines, flaca como un fideo, navaja en ristre, el miedo se trasformó en indignación, “el husmias éste quiere atrapar las setas para él solo, ay que joderse”. Entonces se le ocurrió. Se colocó detrás de la tumba, puso las manos a modo de embudo y dijo con voz profunda, gutural:

—Carliiiiiines, que no has sido buenooooo….

En medio de la noche su voz sonó como un eco ominoso. Carlines reculó asustado. Repitió de una forma más profunda, si cabe:

—Carliiiiiines, que no has sido bueeeeeeeeno….

Carlines echó a correr, y al salir del cementerio quedó atrapado por una zarza, que le sujetaba por detrás como una mano invisible.

Por tercera vez dijo Gelín:

—Carliiiiiiines, arrepieeeeeeentete.
—Ahhhhh, perdón, perdón, padre, por gastarme la paga en juergas y en mujeres. Pero no me martirices más y suéltame.

Gelín vio en la penumbra el rostro inundado de sudor de Carlines mientras hacía denodados esfuerzos por desasirse. Cuando por fin lo logró huyó cuesta abajo como si le llevaran todos los demonios.

Gelín no paró de reírse hasta que amaneció. Luego se acercó a la Dehesa y cogió el mayor cargamento de setas de cardo de su vida. Cuando hubo terminado la faena vio plantado delante de él, con la navaja en la mano, a Carlines.

—¿Te creerás tú muy gracioso?
—¿Yo? ¿Por qué?

Carlines le mostró la herramienta y se dio cuenta, por una diminuta mella que tenía en la punta, que era la suya. Con el susto y la oscuridad de la noche debieron intercambiarlas. Carlines abandonó su herramienta de trabajo y él, equivocadamente, la cogió, dejando la suya en el suelo, donde finalmente la encontró el amigo.

—No me vuelvas a dirigir la palabra en la vida —y dándole la espalda se largó.

Hasta ahora lo había cumplido.

Un tarareo irónico de la pierna le devolvió al presente.

—Bueno, Paca, ¿qué culpa, digo, tengo yo de que creyera que la zarza era la mano de su padre, con el que siempre se llevó a matar?
—Pues bien que te mofaste.
—Tal vez un poco, pero no sé qué quieres que haga ahora.
—Pues ir a verlo.
—No me recibiría.
—Sí lo haría. Llévale rosquillas, las rosquillas le dejaran desarmado, ya sabes lo goloso que es. Y licorín casero. Y tabaco, rubio, dos cartones.
—Joder, ya podía fumar cuarterón como los demás.
—Todo agravio tiene un coste.
—Bueno, ya veré, no te garantizo nada.

Pero lo cierto es que Gelín ya está calculando el horario del coche de línea que sale mañana para León. Cogerá el de primera hora. Aunque antes tiene que comprar el tabaco en el estanco y las rosquillas en la panadería de Chelo. El licor lo tiene en casa. No le queda mucho tiempo.

—Bueno, Paca, —se despide con prisa— entonces hasta el sábado.

Antes de alcanzar la puerta del camposanto escucha una voz que parece venir del más allá y le hace dar un bote.

—Geliiiiiiiiin…

Se gira buscando su procedencia. Pero no ve a nadie. De pronto oye un sonido como de cascabel. Regresa a la tumba.

—Hostias, Paca, me has dado un susto de muerte.

La pierna no cesa de reír.

Al final ríen los dos.

—Que gracias por los gladiolos, hombre, ah, y que no quiero volver a escuchar eso de venirte aquí conmigo. La eternidad es muy larga y a ver quien si no me da novedades de lo que pasa en el pueblo.

Parco en palabras, Gelín no contesta, pero abandona el camposanto sin ápice del peso inexplicable que traía.

Relato de Sol Gómez Arteaga publicado en el libro “El sol a la tinaja” editado por la Fundación Fermín Carnero en el año 2017. En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

Artistas ambulantes de los años sesenta


Con permiso de los titiriteros que, con arte innato, hacían que una cabra bailara o hiciera equilibrios imposibles, en un alarde de sincretismo artístico entre hombre y animal, hoy quiero recordar a unos artistas cuyo nombre debiera estar escrito con letras de oro allá en los pueblos que sirvieron de improvisado escenario para sus increíbles actuaciones.

Tal vez hubo otros muchos artistas que quien suscribe estas líneas no llegó a conocer, pero, aun así, las evoluciones de Renato y de Barbachei son memoria viva de muchos pueblos de León que vieron a la puerta de su casa imborrables prodigios que hoy, en que los medios de comunicación nos atosigan con vulgaridades, serían motivo de admiración y respeto. Admiración por sus habilidades y respeto por su indudable profesionalidad.

Recuerdo la fisonomía caucásica de Barbachei, longilíneo, enjuto, cara alargada y pelo lacio, largo y escaso. Aún me parece verlo descamisado, sudoroso, sin concesiones a la indumentaria, que lo hacía confundirse entre los asistentes a sus números irrepetibles. “Barbachei el hombre foca que sostiene un peso con la boca, echa tres meses debajo’l agua y sale pidiendo un botijo”, rezaba la mitificación de aquel hombre nervudo, honrado jornalero de un espectáculo único.

Sus intervenciones con un arado sobre su mentón daban cuenta de unas habilidades poco comunes. El artilugio podía un arado romano, excusado es decir que era un objeto pesado, asimétrico, inestable, que aquel hombre era capaz de manejar con soltura en una situación que dejaría boquiabiertos a modernos malabaristas. Conjugaba fuerza y equilibrio que sorprendía a propios y extraños. No había escenario, el público se apiñaba a su lado y él ordenaba separarse a los circunstantes en previsión de cualquier percance.

Pero cualquier objeto, sillas, escaleras, sin importar peso, forma o dificultad, podía ser izado a su barbilla desafiando las leyes físicas. Un día llegó a izar a un hombre que superaba los cien kilos de peso, sentado en una silla. Evidentemente la acción no era subida y bajada inmediata, era capaz de caminar y contener aquellos pesos infernales ante el asombro de los asistentes. Era un deleite ver las proezas de aquella leyenda que se desenvolvía a tu lado. La magia acercada al pueblo. Y por si fuera poco, su remuneración era la voluntad.

Pero si mítico acabaría siendo Barbachei, no menos mítico y extraordinario fue Renato quien, con alguna regularidad, visitaba Veguellina de Orbigo y supongo que otros pueblos también. Aquel hombre arriesgaba su vida a unas alturas escalofriantes. El pueblo entero se congregaba a la hora establecida para contemplar las evoluciones de aquel funambulista que, equipado con una pértiga, caminaba impávido sobre un cable que cruzaba toda la plaza hasta llegar al extremo en pendiente, sujeto a la cúspide de la torre en la zona nueva.

Cuando ya todo parecía visto de aquel número circense, sin carpa ni red que pudiera salvarlo de una caída, llegaba algo más difícil todavía. Su siguiente intervención era volver a hacer el mismo recorrido pero en esta ocasión con sus ojos cubiertos por una venda. Ciertamente aquello era impactante y no faltaban gritos de temor elevándose al cielo. Pero aún quedaba el plato fuerte, asistido por un ayudante, de forma inexplicable volvían a hacer el mismo recorrido ambos, sólo que en esta ocasión lo hacían con una moto de la que pendía Renato.

Estas cosas por inverosímiles que puedan parecer, eran el espectáculo para la gente sencilla. Lástima que quizá nunca supimos reconocerles toda su valía. León entonces era otra cosa.

Urbicum Flumen, marzo de 2021

 

Campo rojo


“Hubo en España una guerra, que como todas las guerras, la ganase quien la ganase, la perdieron los poetas… y los niños”. Así empezaba el programa de TV de los años setenta titulado “La España de los Botejara”. 

Este relato está inspirado en la sentencia correspondiente a la Causa 249/37 de Magdalena o “Causa de los niños”, que en su día me proporcionó Miguel García Bañales.

“Alto a la autoridad” oyen gritar los tres muchachos que corren campo a través, parándose en seco al escuchar los disparos de un fusil. Mientras la pareja de la guardia civil avanza hacia ellos, Avelino, el mayor, aprovecha para estrujar el papel del bolso y llevárselo a la boca. Lo traga sin masticar y por unos momentos se pone rojo como la grana. Sus compañeros le miran alarmados. Pero cuando los guardias llegan a su lado el papel ya está dentro de su cuerpo, como un tesoro que no desvelará así le maten. A trompicones, los conducen al cuartel. En un diminuto despacho les preguntan los nombres, las edades. Hablan entre ellos, consultan un cuaderno con anotaciones y uno de los guardias, el de más edad, mira a los dos chicos mayores casi idénticos, ambos de cabello negro y rizado y ojos sorprendentemente verdes, que podrían pasar por gemelos si no es por el palmo de estatura que los separa y el vello que sombrea el bigote del más alto.

—¿Vosotros no sois hermanos del rojo, traidor y cobarde Ventura García Otero, que anda fugado?

—Sí, pero no es nada de eso que dice —contesta Avelino recibiendo un fuerte revés en la mejilla derecha que le deja media parte del rostro hirviendo—. Su hermano le mira con los ojos inundados de agua, mientras Quintín, el chico que va con ellos, de apenas un metro de estatura, ahoga un gemido. A Avelino le gustaría llevarse la mano a ese lado de la cara y aliviarse, y se dispone a hacerlo, pero sabe que tiene que ser fuerte y permanece impasible como una estatua.

—A la autoridad se le contesta como Dios manda, ¿entendido?

—Es nuestro hermano, sí.

—¿Y tú, chaval, no eres hijo de Paulino Azcárate, ese hereje que quiso quemar la iglesia, y que como el Ventura también anda huido?

—Sí, señor.

Custodiados por el guardia más joven los conducen al calabozo. Es la primera vez que están en un lugar así, y a Avelino le gustaría advertir a los otros que pase lo que pase no suelten prenda, que como dice siempre su hermano Ventura cuando se quedan muchas noches hablando hasta las tantas en el desván, el silencio es la mejor arma, pues si no hay pruebas no les quedará más remedio que soltarles. “Tengo una cosa que deciros”, susurra, pero el guardia al oírle le abronca, “No quiero una voz, una palabra más y dos de vosotros os venís a mi lado, ¿oísteis?”. Avelino calla y mientras el tiempo pasa, la oscuridad se va adueñando poco a poco de la celda. Los tres chicos tienen hambre y frío, pero sobre todo tienen miedo. El guardia enciende una lámpara de carburo y sus sombras se perfilan fantasmagóricas entre los barrotes. Acurrucados sobre sí mismos, los pequeños se duermen en el suelo. Avelino, en cambio, no pega ojo. Está preocupado. De su hermano se fía, le tiene bien aleccionado, de Quintín no, siempre tan llorica y frágil como una nena, con esas historias que se inventa y que nadie sabe de dónde saca. Lamenta haberle llevado con ellos, pero se empeñó en ver a su padre, el que fuera dirigente de la Casa del Pueblo, y no pudo negarse.

Más tarde los conducen al mismo despacho donde tras su escritorio les espera el sargento, un hombre alto, de aire marcial y semblante hosco, que les hace seña para que se sienten en un banco pegado a la pared. Avelino está seguro que le preguntaran primero. Y lo prefiere porque lo que él diga servirá de pauta a los pequeños. La sorpresa es que no le llama a él, sino a Quintín que avanza hasta ponerse frente al sargento.

—Dime, chaval, ¿qué coño hacíais cruzando la línea enemiga? —su voz es suave, aduladora.

Avelino está horrorizado. En cuestión de segundos saldrá todo. El hermano escondido en el desván, la nota de su puño y letra que iban a pasar a los compañeros huidos contando los avances de la guerra, el encuentro en la tapia del caserío tras escuchar los tres silbidos, tres, imitando el canto de la abubilla, y lamenta su falta de cálculo. Quintín es un peligro, ahora que no hay remedio se da cuenta, y él un incauto. Maldice la hora en que permitió que les acompañara.

El chico no contesta. Tiene la cabeza gacha. Y el sargento repite despacio, como masticando las palabras:

—¿No has oído, muchacho? Te lo pregunto por última vez. ¿Qué… coño… hacíais…. cruzando… la línea… enemiga?

—Jugando señor, jugando —contesta Quintín en un susurro.

—¿Jugando? —recibe un revés seco en la nariz de uno de los guardias que le hace sangrar de inmediato—. Vamos hombre, al señor sargento no se le toma el pelo.

Un reguero rojo discurre por su boca y barbilla. El chico llora, moquea, se limpia con el dorso de la mano y con el brazo.

Con el alma en un puño, Avelino piensa que en cualquier momento el renacuajo de Quintín largará todo. Y quisiera adelantarse, obligarle a callar, pero no puede. En medio de silencio se oye:

—Nos dijeron…, que en el campo rojo se pasaba muy bien pues había de todo, pan blanco, leche, trigo, requesón, naranjas, que no había que ir a la escuela —su voz al principio infantil va ganando en seguridad y aplomo —, ni hacer deberes ni se recibían castigos del maestro si no se hacían, solo jugar y jugar desde por la mañana hasta por la noche, que no se pasaba frío, que era como el paraíso… Ah, y mujeres, también había mujeres.

El sargento suelta una risotada estentórea en medio de la escasa luz del carburo. Los guardias también ríen, siguiéndole la corriente. A las risas sigue un silencio denso.

—¿Y quién te ha dicho eso, muchacho, porque a alguien se lo habrás oído? Dínoslo, y te soltamos.

Muchas tardes Ventura les contaba que con la República todos los males de la sociedad se iban a resolver, pues al final no habría pobres ni ricos y todos los hombres serían iguales, y las mujeres iguales a los hombres, y el amor no estaría sujeto a bendiciones ni mandangas delante del cura, y como había más mujeres que hombres tocarían a varias por cabeza. Aunque él, y aquí se ponía melancólico y tristón, no era ansioso y se conformaba con Rosita, tan guapa, tan blanca, con esos ojos del color de la miel y esos pechos como naranjas, y al decirlo, se levantaba del rincón en el que siempre estaba sentado y encogido, pues su altura rebasaba el techo, daba largas zancadas de un lado a otro del desván, mientras se llevaba las manos curvadas al torso como un animal preso de su propio deseo. Todo un espectáculo que los chicos miraban extasiados.

Avelino, creyendo que Quintín, ahora sí, relevará el nombre de su hermano, se pone en pie. Va a decir que no hagan caso al chico, que miente más que habla, cuando el pequeño chaval, súbitamente erguido, exclama:

—Todos, señor, lo decían todos. En la taberna por las noches, antes de la guerra.

A Avelino le tiemblan las piernas al darse cuenta que él y solo él ha estado a punto de cagarla. Toma asiento. Respira aliviado.

El sargento parece súbitamente cansado, como si todo el peso de la noche cerrada se cerniera sobre él. Les manda retirarse. Los devuelven al calabozo. A media mañana les vuelven a llamar, les dicen con urgencia:

—Vosotros dos os vais, y a ti —señalan a Avelino— te llevan a la cárcel de León, donde acaban los adultos traidores.

Los pequeños miran a Avelino con expresión desvalida, pero éste, aunque intuye que le espera un duro periplo, está tranquilo, incluso contento, todo lo tranquilo y todo lo contento que se puede estar en una situación así. Abraza a su hermano, luego a Quintín. Le gustaría decirle que en la vida hay dos tipos de hombres, los que cantan a la primera y esos que aunque les maten no soltarán prenda, como él ha demostrado anoche con su valentía. Y alabar su portentosa imaginación, que les ha salvado de una buena. Pero no puede hablar, e intenta trasmitirle lo que piensa con los ojos. Quintín también le mira mientras se aleja.

Cuando se queda solo cierra por un momento los ojos, aferrándose a ese campo inmenso inundado de amapolas y de chavales correteando, riendo, soñando. Un campo que solo existe en su imaginación, pero que a partir de ahora le acompañará en su nuevo viaje.

Relato de Sol Gómez Arteaga publicado en el libro «El sol a la tinaja» editado por la Fundación Fermín Carnero en el año 2017. En el blog “Sol a la tinaja también puedes encontrar otras interesantes publicaciones de la autora.

Photo by M. Martin Vicente on Foter.com / CC BY

Los abuelos


Aún hoy pueden verse colgadas de las paredes de casas inmunes al paso del tiempo, a modo de trofeo, los retratos en blanco y negro, de parejas de antepasados mirando fijamente a quien los mira, parecen desafiar al presente desde el más allá. El hieratismo de su mirada despierta sentimientos encontrados a mitad de camino entre la nostalgia y la inquietud sin que pueda precisarse muy  bien a que se puede atribuir

Esos personajes fueron un día gente corriente, gobernaban su casa, tenían sus afanes y sus cuitas. Vivían de su trabajo, por regla general agroganadero e incluso forestal, según su origen. Solían ser autárquicos y como diría Machado eran buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra. Ellos protagonizaron tiempos pretéritos, tiempos casi siempre difíciles, sin concesiones a la comodidad deseable. Su vida no fue en blanco y negro como sus fotos, sencillamente les tocó vivir una época de otro color.

Los más mayores aún conservamos en nuestra retina el vivo recuerdo de aquellos “viejos” muchas veces prematuros y que eran para hijos y nietos, “los abuelos”. Los más por el destino eran personas rurales. La indumentaria era uniforme, camisa blanca, chaleco y pantalones de pana negra, a veces con remiendos, tocados con boina. Es fácil recordarlos, eméritos de sus tareas por cuestiones de edad o reumáticas, sentados a la puerta, reunidos con otros “viejos” como ellos, con historias del pasado en su conversación porque el futuro ya les era ajeno.

Más adentro el zaguán donde muchas noches durmió el carro de ruedas rechinantes. Alrededor las piezas de la casa y más adentro el patio, herencia romana. Cerca las cuadras de los animales y otras dependencias para los más diversos productos agrarios. Por la casa anda el gato y picotean las gallinas. La mujer, de luto eterno, quien sabe si ya enlutada antes de nacer, ama y señora que huso y puchero se mantiene alejada de la tertulia masculina. Reina en la cocina de carbón o leña donde no falta el cántaro, el escaño, ni la jofaina con su trípode.

A veces llegan los nietos alterando la paz y el orden, entonces aquellos seres en cuyas fotos, sepia por los años, nos parecen seres arcaicos, distantes, resulta que eran criaturas que con otro aspecto eran seres adorables, equiparables a los modernos abuelos que acompañan como ayos a sus nietos, aunque los de hoy más parecen personajes de algún anuncio televisivo. No, aquellos abuelos no gozaban de la misma prestancia, pero el trasfondo sigue siendo invariable.

¿Cómo olvidar aquellas rebanadas de pan que amorosamente partía la abuela para merendar con una onza de chocolate? ¿Cómo olvidar las entradas o salidas en escena del abuelo con su boina, su cacha y su anatomía encorvada, refunfuñón y tierno a la vez? La abuela pausada, con toquilla, pañuelo perenne y rostro igualmente arrugado, contrapunto de su marido, el toque femenino envuelto en la tosquedad de otra época. ¿Cómo olvidar aquellas escudillas o tarteras de sopas que igual servían de desayuno que de cena? Recuerdos y más recuerdos.

A veces el destino, siempre caprichoso, se complacía en dejar viuda a la abuela. Entonces aquella mujer se volcaba con sus nietos, a sabiendas de que no se vería correspondida. Era igual, es como si una sagrada misión presidiera sus actos, un afán de conservación de un legado oculto, a veces bajo algún toque autoritario para no parecer meliflua en exceso, pero fiel guardiana de su infantil linaje, consintiendo impertinencias sin cuento.

Otras veces los avatares de la vida llevaban a  vivir a la abuela a casa de sus hijos y allí, desubicada, recordando su pasado, viendo desdeñados su saber y su experiencia vital, esperaba impertérrita un final que muchas veces no se demoraba en llegar.

Urbicum Flumen, febrero de 2021

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Imagino que el lector que frecuenta este blog conoce a Mercedes Sosa o a Atahualpa Yupanqui. Sin embargo tengo mis dudas que conozca a Jorge Cafrune, Los Chalchaleros, Argentino Luna, Ariel Ramírez, Ramón Ayala, Horacio Guarany o José Larralde…

Pues, lo lamento mucho por quienes no los conozcan… se pierden algo grande. Todos ellos son argentinos y grandísimos cantantes de folclore.

Ahora bien, por lo general el folclore argentino es otra cosa a lo que estamos acostumbrados en España. Poco que ver con esa construcción romántica e idealizada del pasado, aunque también en Argentina el folclore responde al proceso de creación nacional. En cierta manera, a mediados de los años 50 del siglo pasado Argentina era una nación en construcción —y lo sigue siendo—. Fue en esa época cuando ya plenamente instalados en el país los emigrantes llegados de todos los rincones de Europa u Oriente Medio se produjo el llamado «boom del folclore» en el que la música de raíz folklórica se convirtió en un fenómeno popular.

A ello ayudaron fenómenos como la expansión de medios de comunicación como la radio y la televisión, la aparición de una ‘amplia’ clase media —ya saben que en Argentina todo el mundo es clase media o aspira a ser clase media— resultado de la mejora de las condiciones de vida y unos niveles mayores de consumo.

Una de las características del folclore argentino es que se trata de canciones con un fuerte contenido social con una ácida crítica de las desigualdades o con la denuncia de la dureza de la vida en el campo. La peculiaridad es que utilizan ritmos tradicionales como zambas, chacareras, chamamés, bagualas, milongas, chamarritas e incluso carnavalitos o tinkus. Para que me entiendan, es un poco al revés de lo que hacen Tarna, los Hermanos Cubero o Rodrigo Cuevas que —aún siendo todos ellos unos artistas extraordinarios— siguen con las letras de canciones de hace siglos con ritmos más o menos actualizados. Todo muy idílico, pero otra cosa es el interés que puedan despertar. Además, pareciese como si en España la música folk estuviese reñida con la crítica social, aunque ese es otro tema que daría para muchas discusiones…

Bueno, volviendo al suco, remarcar que de alguna manera en el folclore argentino se mezcla el interés por las formas de vida, costumbres y tradiciones de las diversas regiones del país, con el compromiso social de los folcloristas. Paradójicamente este compromiso social que nace del amor a la tierra (patria) llevó a la mayoría de estos cantantes folclóricos a significarse contra la Dictadura, por lo que sus canciones fueron prohibidas y ellos perseguidos. Jorge Cafrune desafió la censura cantando la canción prohibida “Zamba de mi esperanza” en el festival de Cosquín de 1978 y días más tarde fue atropellado por una camioneta que se dio a la fuga. Hay quien señala que fue un asesinato ordenado por la Junta Militar, aunque no hay pruebas concluyentes. Otros como Mercedes Sosa, Horacio Guarany o el propio Atahualpa Yupanqui tuvieron que exiliarse.

Es curioso el origen de estos cantantes. Atahulpa Yupanqui —nombre artístico de Héctor Roberto Chavero— tenía origen quechua y vasco; Mercedes Sosa era de ascendencia diaguita, española y francesa; Jorge Cafrune era de origen árabe (Siria y Líbano); Larralde desciende de la localidad navarra de Aranaz; Horacio Guarany —de nombre Eraclio Catalín Rodríguez Cereijo— era hijo de un indígena correntino y una leonesa…

De entre todos ellos me quedo con Mercedes Sosa y con José Larralde, que —curiosamente— algunos descubrieron hace unos pocos años a través de la serie de televisión Breaking Bad, donde de fondo suena cadenciosamente a ritmo de lonkomeo mapuche una versión de su tema «Quimey Neuquén» de los hermanos Berbel.

José Larralde fue trabajador rural, mecánico y soldador y sus canciones nos cuentan de las personas que viven y trabajan en zonas rurales. Lo suyo es folclore, pero a la vez hay compromiso social, como ya dijimos.

Larralde canta sobre los peones rurales y sus cuitas, sobre el maltrato de los patrones, sobre los gauchos, sobre la vida cotidiana y los oficios varios de la gente del campo… Como leí en este artículo, Larralde ofrece una mirada sin concesiones sobre un país olvidado. Su canto sube desde la boca del estómago y sus canciones son paridas desde las vísceras aunque nunca adoptó una postura demagógica. «Yo en realidad no le canto a nadie. Canto lo que viví y lo que veo vivir. Canto para mí. No soy personero [portavoz] de nadie, ni represento a nadie. No se vaya a confundir«, dijo alguna vez al ser entrevistado.

Hay quien tilda a Larralde y a otros cantantes de nacionalistas y él responde así en una entrevista: «La culpa de ese prejuicio la tuvieron en este país los militares, porque lo peor que hicieron, además del tema de los muertos y los desaparecidos, fue hacerle creer a la gente que la Patria era de ellos. Se asumieron como la reserva moral de la Patria, y se la apropiaron. Ellos lograron que nadie que no fuera milico pudiese después llevar una escarapela con orgullo«. Mucha tela que cortar en esta reflexión…

En fin. Aquí les dejo una conocida canción del folclore argentino, compuesta por el uruguayo Aníbal Sampayo. Disfrútenla…

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