Gestión tradicional del comunal en León (iii): leñas, maderas y otros aprovechamientos


Al igual que en otros lugares del Noroeste de España los comunales fueron una pieza clave del sistema agrario. En la entrada de hoy trataremos de cómo se gestionaban los aprovechamientos de leñas, maderas y otros aprovechamientos en los montes comunales…

3.3. La gestión de la obtención de recursos complementarios del monte.

Un importante esquilmo del comunal era la madera; básica para edificación y para construcción de útiles en toda la provincia, en comarcas donde abundaba el arbolado su importancia era aún mayor. Así por ejemplo en pueblos de la montaña el concejo autorizaba a cada vecino a extraer una determinada y pequeña cantidad de árboles para la construcción de aperos de labranza –rodales, carros, madreñas, etc– que eran vendidos en mercados locales o incluso en Castilla; con el ingreso obtenido los montañeses podían comprar vino, grano, harina, legumbres y otros productos que la tierra no producía (Alba 1863; Madoz 1850, 321).

Con el objetivo de que estos recursos no fuesen esquilmados, el ordenamiento consuetudinario regulaba los derechos y obligaciones de los vecinos respecto a los aprovechamientos de maderas y leñas; lo más destacable es que las cortas sin autorización del concejo estaban prohibidas y las leñas y madera destinadas a usos es “domésticos” eran gratuitas[1]. En algunas comarcas era común que cada vecino tuviese derecho al denominado «quiñón de leña»; es decir, los montes eran divididos en lotes y adjudicados “por suerte uno á cada vecino para que aproveche, cuando mejor le plazca, la leña que en él hubiere” (López Morán 1900). Generalmente , las ordenanzas señalaban la fecha del aprovechamiento, el número de carros de leña que cada vecino podía extraer y el modo de realizar las cortas (había que dejar algunas varas o árboles, para que la leña se fuese renovando).

También para que los árboles se fuesen renovando y se pudiese disponer de madera para usos domésticos o vecinales (reparación de puentes o presas para riego, o la refacción de edificios públicos como la escuela o la casa de concejo), las ordenanzas establecían zonas acotadas o «debesas» en las que se prohibían las cortas. Aunque a mediados del XIX la legislación estatal vigente castigaba fuertemente las infracciones forestales, se constata que las ordenanzas seguían estableciendo castigos pecuniarios o en vino en función de la leña o madera extraída del monte, doblándose el castigo si se producía durante la noche. También en ocasiones las ordenanzas regulaban el modo de realizar los aprovechamiento de madera, cuidando que el monte se fuese regenerando, estableciendo incluso la obligación de plantar árboles en terrenos comunales[2].

En el siglo XIX la leña era el combustible de la mayor parte de los hogares rurales de León, utilizándose también el carbón vegetal en centros urbanos, fraguas o herrerías. La venta de leña o carbón vegetal (de brezo, encina o roble) obtenido en los comunales era una actividad temporal y complementaria a las ocupaciones agrícolas, especialmente para los vecinos más pobres; incluso en comarcas próximas a ferrerías o a centros urbanos como León, Astorga, La Bañeza o Ponferrada de esta actividad se podía obtener un pequeño ingreso monetario. Si bien en la Edad Moderna era común que las ordenanzas limitasen y prohibiesen la mercantilización de los productos de obtenidos en el monte[3], en las Ordenanzas del siglo XIX estas actividades no aparecen reguladas.

En relación a otros usos forestales, en León eran numerosos los “frutos” obtenidos en el comunal como yerbas –utilizadas como drogas y medicinas–, miel y cera a través de la apicultura, cortezas para el curtido de pieles, las cuales no suelen aparecen reguladas en las ordenanzas. Sí que aparece reguladas servidumbres como la «poznera» o plantación en terreno común de frutales, como castaños o nogales, los cuales eran de disfrute particular por el vecino que la realizase. También cabe destacar actividades como la caza o la pesca, las cuales complementaban la dieta o el ingreso de los campesinos, siendo numerosísimas las referencias que aluden a su abundancia hacia 1850[4]. Otro ejemplo es que, hasta finales del siglo XIX, cuando los lavaderos de carbón acabaron con los principales ríos trucheros de la provincia (Fernández 1925, 44-5), las truchas no sólo se vendían en los mercados locales sino también en Madrid a través de los arrieros.

[1] Mandan las ordenanzas de Burón (1751) que: “cualquier vecino o hijo de vecino que hiciere casa nueva o repare alguna vieja se le dé la madera que necesitase para su fábrica en los montes señalados en esta ordenanza (…)” [AHDPL, Fondo histórico, Libro 3].

[2] En las ordenanzas de Donillas (1815), se exige poner árboles estableciendo que el que no los pusiese “(…) pague diez reales de pena y que cada vecino ponga en los meses de Febrero y Marzo a lo menos seis los que queremos sean de quien los pusiere” [AHDPL, Fondo histórico, Libro 7];

[3] Así sucede en Abano cuyas ordenanzas prohíben vender los maderos de las «debesas» aunque les hayan tocado en suerte [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 1 / Doc. 1]; las ordenanzas de Escuredo [originales de 1669, copia de 1857] prohíben la venta de carbón [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 1 / Doc. 9]; las Castropodáme restringían el número de hornos para la elaboración de ladrillos y tejas por el alto consumo de leñas (Alonso Ponga 1998, 98).

[4] En Madoz (1850) aparecen numerosas referencias a la abundancia de caza mayor y menor; véase también García de la Foz (1867) o Tascón Fernández (1991, 167-8).

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8 (1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

La foto que acompaña esta entrada es de Fritz Krüger

Gestión tradicional del comunal en León (ii): aprovechamientos agrícolas


Ya hemos comentado en otras entradas que durante siglos los comunales fueron el eje sobre el que reposaban las economías agrarias. La entrada de hoy versa sobre la gestión de los ‘aprovechamientos agrícolas’ en el comunal.

Aprovechamientos agrícolas: «quiñones» y terrazgo de monte.

En León, a partir de la colonización medieval se destinaron al cultivo permanente aquellas zonas más apropiadas para la agricultura como los fondos de valle con suelos más ricos y profundos. Gracias a las sucesivas ocupaciones y roturaciones de tierras comunales se sostuvo el crecimiento poblacional producido en la Edad Moderna (Rubio Pérez 1999). Aunque en España entre los siglos XVI y XVIII se vendieron numerosas propiedades comunales para hacer frente a los gastos de las haciendas locales parece que en León los comunales salieron bien parados (Sánchez Salazar 1988, 62; Rubio Pérez 1993, 59). En la provincia de León lo usual fue la cesión del dominio útil a los vecinos por parte de los concejos mediante el reparto de quiñones (Rubio Pérez 1993, 59) con lo cual llegados a mediados del siglo XIX se mantenían aprovechamientos colectivos sobre un importante porcentaje del espacio cultivado. Se podía llegar al extremo que el terrazgo labradío permanente fuese comunal, como ocurría en Llánaves de la Reina, en la montaña, donde según Costa (1898, 107), el Concejo era el titular de las tierras labradías siendo repartidas cada diez años por partes iguales y por suerte entre todos los vecinos; cuando algún vecino moría la tierra volvía al concejo que la entregaba a algún vecino nuevo si lo hubiese, o a los vecinos más antiguos.

Precisamente, un fenómeno característico del siglo XIX fueron las roturaciones temporales en los montes en todas las comarcas de la provincia, especialmente en las más montuosas. Normalmente, desbrozada aquella parte del monte señalada por el concejo, eran medidas marcadas tantas suertes o “quiñones” como vecinos hubiese en la localidad para posteriormente sortearlos entre los vecinos, los cuales ya de forma individual roturaban y preparaban el terreno por su cuenta. Bajo la supervisión del «concejo de vecinos» y según el uso y costumbre del lugar, a cada vecino le era adjudicado un quiñón por cinco o seis o incluso diez años, a la vuelta de los cuales se procedía a su abandono o a un nuevo reparto. Estos sorteos y repartos periódicos impedían que se afianzasen los derechos de los cultivadores y que los terrenos perdiesen el carácter de comunales. Aunque no era frecuente, en ocasiones las roturaciones tenían carácter comunitario; por ejemplo en zonas de la Cabrera el vecindario cultivaba en común la denominada «bouza del concejo» destinando los ingresos obtenidos a satisfacer necesidades y gastos del Concejo[1], lo cual puede ser visto como un impuesto cubierto mediante prestaciones personales. También en municipios de la ribera del Esla, como Cabreros o Villaornate hasta mediados del siglo XIX pervivieron las «senaras» o espacios comunales en los cuales el trabajo se organizaba de forma colectiva, repartiéndose el producto obtenido entre los vecinos (Pérez García 1993; Martínez Veiga 1996).

La importancia de estos cultivos de monte variaba de unas comarcas a otras si bien había una serie de características comunes como el predominio del cultivo de centeno (a veces cuando el monte era roturado por primera vez eran sembradas patatas o legumbres), el uso de rotaciones bienales (año y vez) y la fertilización mediante el descanso anual y el pasturaje de los ganados durante el barbecho. Una variante de las roturaciones temporales de monte eran los “cultivos sobre cenizas” en las sierras de Ancares y del Caurel y en las montañas occidentales del Bierzo; estas “bouzas” o “searas” roturadas cada doce años mantenían tres zonas alternantes como terrazgo temporal, destinándose al cultivo de centeno en rotación bienal durante seis años.

En las partes más bajas y llanas de la provincia lo más común era que el comunal estuviese roturado de forma permanente y dividido en «quiñones» los cuales eran redistribuidos cada varios años entre todos los vecinos del pueblo; un ejemplo es Villaquejida donde en 1931 de las 803 hectáreas de comunales, unas 600 (3/4 del total) estaban destinadas al cultivo de cereales o viñedo[2]. También podía darse que fuesen tierras de cultivo intensivo: en Carrizo de la Ribera en 1931 constaban 480 hectáreas de campos comunales “parcelados ususfructuariamente entre vecinos (…) dedicados al cultivo de cereales-centeno-lino[3]. Sin embargo lo habitual era que las roturaciones permanentes del comunal fuesen tierras de secano para el cultivo de cereales y legumbres.

Al margen del reparto en quiñones entre el total de vecinos existían otras modalidades como las «vitas» en el partido judicial de Sahagún; allí la vega de tierras de labor de varios pueblos estaba dividida en un número fijo de quiñones (vitas), normalmente entre 30 y 70, cada una de las cuales era llevada o usufructuada de por vida por un vecino; al morir éste, la posesión de la tierra no se trasmitía a sus herederos sino al vecino de más antigüedad que estuviese esperando turno. En caso de que hubiese quiñones suficientes se entregaba una «vita» a los vecinos jóvenes al tiempo de casarse (Costa 1898: 142). Análogas a las «vitas» y también en el sur y sureste de la provincia, destacan «dehesas de labor» de Valdemora o Castilfalé, los «apréstamos» de Gusendos de los Oteros, o los «quiñones de Villayerro» en Mansilla de las Mulas; estos últimos, de una extensión total de 465 hectáreas, eran aprovechados por los labradores más antiguos. Cuando alguno de los 55 «quiñones» –provenientes del despoblado de Villayerro y compuesto por entre 22 y 27 fincas– quedaba vacante el ayuntamiento lo adjudicaba a nuevos labradores que lo hubiesen solicitado. Tenía preferencia el vecino más antiguo sin quiñón, quedaba obligado a cultivarlo por su cuenta, ya que la cesión o el arrendamiento significaban su pérdida[4]. Respecto al aprovechamiento común de las «dehesas de labor» o los «apréstamos» el concejo de vecinos únicamente poseía el dominio útil de estas tierras, habiendo de pagar al dueño del dominio directo un canon o pensión por razón de señorío. Estos predios, divididos en quiñones, eran sorteados cada seis años entre los vecinos para que cada cual lo trabajase por su cuenta, reservándose el concejo alguna de estas “suertes” en previsión de que pudiese aumentar el vecindario antes de un nuevo reparto (Costa 1898; López Morán 1900 y 1902). En algunos casos, los quiñones no eran sorteados, sino que únicamente tenían derecho a ellos los que tuviesen yunta de labor siendo la cantidad de tierra entregada temporalmente en función del número de yuntas poseídas[5].

A pesar de la importancia de los aprovechamientos agrícolas del comunal, éstos apenas aparecen reglados por escrito, intuyéndose varias razones de ello. Allí donde predominaban las roturaciones permanentes no era necesario un ordenamiento que regulase los aprovechamientos individuales del comunal; las ordenanzas solían regular aquella parte de la actividad económica que tenía un carácter colectivo. Donde la roturación y puesta en cultivo del comunal era un fenómeno temporal, al haber una privatización temporal del uso (a la vuelta de unos años las tierras eran abandonadas y revertían de nuevo al común no cabía una regulación estricta; aún así en ocasiones las ordenanzas recogen esta exigencia[6]. La principal prohibición establecida en el ordenamiento consuetudinario era la de «rozar» o roturar terrenos comunales ya que ello disminuía la superficie de pastos, o de comunales. Por esta razón, se prohibían y castigaban las “roturaciones arbitrarias” (no autorizadas)[7], permitiéndose únicamente los rompimientos en los espacios autorizados por el «concejo de vecinos», cuidando también que no hubiese usurpaciones[8].

[1] Sobre las “bouzas” véase Cabero Diéguez (1984, 774); López Morán (1900, 107-8), Martínez Veiga (1996);  Costa (1898, 150-1); Martín Galindo (1953, 82).

[2] AIRYDA. Reforma Agraria (Comunales y Señoríos). Legajo 75, “Nota expresiva de los bienes comunales de este ayuntamiento de Villaquejida”.

[3] AIRYDA. Reforma Agraria (Comunales y Señoríos). Legajo 75, “Relación de los bienes comunales que posee la Junta Administrativa de los pueblos de Carrizo-Villanueva”.

[4] Redonet (1915, 160); también Costa (1898, 142-143).

[5] Así ocurría en Villafer (Costa 1898, 108).

[6] Mandan las Ordenanzas de Mirantes de Luna (1865) dejar “praderarse las tierras que últimamente se roturaron en la Vega” [AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496].

[7] En las Ordenanzas de Donillas (1857) se ordena “que ningún vecino rompa campo alguno pasando los límites de sus heredades pena de cinco reales y si es de fuera doble” AHDPL, Fondo Histórico. Libro 4. Doc. 8”.

[8] Las Ordenanzas de Cármenes (1895) y las de Fresno de la Vega (1894) prohibían a los dueños modificar los cerramientos de fincas que lindasen con terreno común, exigiéndose licencia del concejo (Redonet 1916, 141)

Texto extraído de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8(1), 107–133. En este enlace podéis descargar el la publicación original que está en inglés.

Lecturas recomendadas: La organización de la unidad económica campesina


Vamos hoy con una recomendación potente: Chayanov y sus estudios sobre el campesinado.

Alexander Chayanov fue un agronomista / economista ruso que en este blog no podíamos pasar por alto. Purgado por el régimen comunista soviético, fue condenado 5 años a un campo de trabajo y posteriormente juzgado de nuevo y fusilado.

Hasta los 60 fue un autor bastante desconocido / ignorado por los economistas occidentales, si bien en pocos años sus ideas pasaron a ser fundamentales para entender el funcionamiento de las economías campesinas en sociedades precapitalistas. Su obra más importante es «La organización de la unidad económica campesina«. Escrita en 1925, sus observaciones sobre el campesinado ruso contribuyeron a renovar profundamente la historia económica, y especialmente, la historia agraria.

Uno de los principales aportes de Chayanov es mostrar la especificidad de la economía campesina. Entiende este autor que los conceptos de la economía clásica no son aplicables a una economía basada en el trabajo familiar y, en sentido estricto, no existen categorías como salario y beneficio. Argumenta Chayanov que las motivaciones de un campesino son diferentes a las de un capitalista o un obrero.

Una de las nociones centrales del pensamiento de Chayanov es que la actividad económica de la unidad económica familiar (sujeto económico) es resultado del balance entre la satisfacción de las necesidades familiares y el esfuerzo realizado por alcanzarlo. A su vez, la necesidades de consumo y la intensidad del trabajo vienen determinadas por la composición y tamaño de la familia.

De acuerdo a Chayanov, la familia campesina actúa de acuerdo a una evaluación subjetiva basada en su larga experiencia en la agricultura de la generación presente y las generaciones anteriores. La mayoría de las familias campesinas no deciden de acuerdo a una lógica o racionalidad capitalista (basada en el riesgo y el beneficio) sino que el campesino utiliza otros parámetros para decidir: las fatigas del trabajo y las necesidades de consumo. Por decirlo de manera sencilla, evaluará si le sale a cuenta trabajar y producir más teniendo en cuenta el esfuerzo que conlleva; por lo general, únicamente aumentará el grado de autoexplotación cuando aumenten las necesidades de consumo de la unidad familiar. Por contra, el campesino reducirá la intensidad del trabajo cuando unas mejores condiciones se lo permitan.  Además Chayanov se preocupa por el ingreso total de la unidad económica familiar, no sólo del ingreso obtenido de la agricultura; es decir, en ese ingreso se han de contabilizar lo proveniente de actividades artesanales y comerciales.

A partir de Chayanov,  los historiadores de la economía han pasado a considerar la singularidad de la economía campesina que puede coexistir sin problemas en un sistema económico capitalista. Ahora bien,  también hay críticas al modelo de Chayanov especialmente en lo referido a explicar los cambios, ya que las economías  sabemos que también responden o están moduladas por las dinámicas históricas.

En fin…

Gestión tradicional del comunal en León (i): aprovechamientos ganaderos


En León, al igual que en otros lugares del Noroeste de España, durante siglos los comunales fueron la urdimbre del tejido productivo. En la serie del blog que hoy se inicia, veremos cuáles eran los principales aprovechamientos y cómo eran regulados por las comunidades rurales. Empezamos por los aprovechamientos ganaderos, los más importantes.

3.1. Pastos comunales.

Alrededor de 1850, en León, los pastos comunes eran indispensables para la economía agraria. Respaldados por grandes áreas de pastos comunes, los campesinos podían sostener el ganado y especialmente el ganado de labor sin costo alguno, sin necesidad de destinar la tierra cultivable a alimento y forraje de éstos; en segundo lugar, dada la naturaleza orgánica de esta agricultura, el estiércol de los animales era esencial para proporcionar nutrientes a los cultivos; tercero, el ganado generaba subproductos que a su vez facilitó que las economías familiares fuesen más autosuficientes.

Obviando las “mancomunidades de pastos” entre pueblos vecinos y las servidumbres colectivas de pasturaje sobre los barbechos y prados de secano, la tipología de uso y la amplitud de los espacios de pasto comunal era variada, derivada del aprovechamiento integral y escalonado del territorio, y de las distintas utilidades y exigencias alimenticias de la cabaña ganadera. Un rasgo común a todas las comarcas es la estricta regulación de los usos ganaderos. La importancia económica del comunal y su función indispensable en el sostenimiento de los ganados exigía cuidar que nadie se apropiase y adquiriese algún derecho que incidiese de forma negativa en la comunidad.

Los mejores pastizales comunales se destinaban para los animales más productivos y de mayor rentabilidad, siendo común a toda la provincia que en las zonas bajas próximas a las poblaciones (márgenes de los ríos y zonas relativamente húmedas) se estableciesen «cotos boyales» (también llamados «coutos», «dehesas boyales» o boyerizas) en donde pastaba el ganado de labor de los pueblos durante el verano, época durante la cual la exigencia de trabajo era mayor. Por esta razón, allí donde el pasto escaseaba, los «cotos boyales» eran indispensables para los pequeños labradores carentes de pastos propios. En las Ordenanzas se establecía el período de aprovechamiento de los «coutos», el cual solía ir de mayo hasta septiembre[1], y el tipo y número de ganado que podía realizar los aprovechamientos. Las ordenanzas prohibían y castigaban la introducción de ovejas y cabras en los espacios comunes[2] y restringían el número de bueyes o vacas de labranza, siendo lo usual que cada vecino pudiese introducir una pareja en los pastos comunales[3] y que estuviese prohibido que el ganado bovino de engorde destinado al mercado utilizase los cotos boyales[5]. No obstante, en el siglo XIX con el aumento de la población —y el consiguiente incremento del número de yuntas de labor— las ordenanzas comienzan a tolerar la introducción de un número mayor de animales[4]; en algunos casos, pagando las cantidades acordadas por el concejo.

Al norte de la provincia, en la montaña cantábrica, la ganadería era el principal medio de vida y los pastos comunales ocupaban la mayor parte del espacio productivo. Allí, encontramos tipologías específicas de comunales  como los «puertos de montaña», que aprovechados durante el verano por los rebaños trashumantes mesteños, aunque también por el ganado vacuno y equino de recría de los vecinos, solían ser una importante fuente de ingresos para los concejos locales. Otras tipologías de pastos de altura de aprovechamiento colectivo eran llamados «prados de concejo» del municipio de Burón[7], o las «brañas»,características de la comarca de Laciana. Las «brañas» eran el nombre de los espacios de propiedad comunal situados en la parte más resguardada de la montaña donde al inicio del verano era conducido el ganado vacuno para que aprovechase colectivamente los abundantes pastos; allí, cada vecino disponía de una cabaña donde recoger los ganados, ordeñarlos y elaborar queso o manteca de vaca.

El vacuno de recría y el ganado menudo como cabras y ovejas, encontraba el sustento en el llamado «monte bajo», o aquellas partes del monte menos productivas situadas en las zonas periféricas del espacio concejil y pobladas por matorrales e hierbas de “producción espontánea”. En el aprovechamiento del monte bajo, el cual duraba todo el año, no solía haber un límite respecto al tipo y número de ganado a introducir, aunque en Ordenanzas de la Edad Moderna sí aparecen prohibiciones y limitaciones[6].

Además de pastos, el comunal proporcionaba otros esquilmos como los «fuyacos» o la montanera de bellotas de robles y encinas aprovechada directamente por los ganados menores, o utilizada para alimentar a los cerdos junto con cardos o gamones también obtenidos en el monte. Los «fuyacos» eran ramas de roble y otros árboles que a finales del verano los ganaderos acopiaban  para alimentar el ganado en el invierno, práctica que en algunos casos aparece reglamentada en las ordenanzas[8]. Su importancia era tal que, aunque la Administración forestal la consideró sumamente dañina para el arbolado, tuvo que aceptarla e incluirla en los Planes de Aprovechamiento Forestal anuales.

La normativa concejil también establecía medidas de policía sanitaria del ganado[9], cuidaba que en los rebaños fuesen seleccionados para sementales los mejores ejemplares de la cabaña ganadera, y obligaba a los vecinos a pastorear el ganado de forma colectiva a través de las «veceras» estableciendo normas sobre cómo llevar a cabo el pastoreo y las responsabilidades de los pastores en el caso de daños por el lobo o por negligencias en la guarda del ganado. Con este tipo de organización colectiva a la vez que se producía un “ahorro” de trabajo se aprovechaban más eficientemente los pastos al separar a cada tipo de ganado por edad, y/o destino. Aunque el pastoreo en común ha sido propio de áreas ganaderas con grandes extensiones de pastos comunales, esta forma de organización puede ser vista como una estrategia tendente a mantener unida a la comunidad de aldea cuya pervivencia se sustentaba en la ayuda mutua.

[1] Mandan las Ordenanzas de Ferreras de Cepeda (1859) “(…) qe desde el día de Sn Jorje en adelante haya vecera de Bueyes aparte de con las Bacas hasta el día de Sn Bartolomé de cada un año. (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 4/9]

[2] En las Ordenanzas de Soto de Valderrueda (1857) se manda: “Que desde el primer Domingo de Marzo hasta el día 30 de Noviembre no pueda entrar ningún ganado lanar, y cabrío, en el coto bueyal bajo la pena que marca la ley” [AHDPL Fondo Histórico. Libro 4/27].

[3] Mandan las Ordenanzas de Mirantes (1843): “(…) que cada vecino pueda meter dos bueyes o vacas duendas, a falta de bueyes, en la boeriza y si algun vecino necesitase más de los dos, por tener labranza para ello, sea visto por el pueblo, y si alguno se excediese pague de pena 10 reales de vellón” [AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496”]; también las Ordenanzas de Vegas del Condado (1829) mandan: “que en los citados cotos sólo se ha de entrar a pastar los bueyes de labranza y las vacas que con ellas trabajaren tres días a la semana y las que estuvieren paridas (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 3 ]

[4] Las Ordenanzas de Burón (1869) permitían que cada vecino introdujese en las dehesas boyales una pareja de bueyes o vacas, precisando que labrase quince fanegas podía introducir tres reses y quien labrase veintidós, cuatro [AHDPL Fondo Histórico. Libro 6].

[5] Dicen las Ordenanzas de Burón de 1821 y 1869 que “como suele suceder que algunos vecinos compran vacas para cecina o cobran deudas en vacas asturianas (…)” no pueden ser consideradas como «vacas de cabaña» e introducidas a pastar en los puertos [AHDPL Fondo Histórico. Libro 6”]

[6] Las ordenanzas de Villoria mandaban que: “ningún vezino del dicho lugar pueda traer más de ochenta cavezas de obexas” (Fernández del Pozo 1988).

[7] Allí, la extensa pradería del valle de Riosol era dividida en suertes o quiñones permanentes y numerados los cuales eran sorteados entre los concejos que componían el municipio; posteriormente cada concejo repartía entre los vecinos el quiñón, para que cada uno de ellos recogiese la yerba a título individual (Costa 1898, 125-6).

[8] Mandan las Ordenanzas de Vegas del Condado “(…) que se guarde como hasta aquí la madera de encina que tiene el monte de esta villa (…) que en el invierno sirve de mucha utilidad para el alimento de nuestros ganados (…) siendo los inviernos rigurosos y que el ganado por causa de la nieve no pueda pastar, puedan los pastores ramonear no cortando de pie y si algún vecino para alguna res cansada o los cabritos lechazos (…)” [AHDPL, Fondo Histórico, Libro 3]

[9] Así en ocasiones se mandan “registrar” (revisar por varios hombres del concejo) el ganado que se hubiese de incorporar a las veceras (AHPL, Fondo Archivo Municipal de Barrios de Luna, Legajo 11.496); en otros casos se establece la obligación de los dueños de apartar las reses enfermas de los rebaños [AHDPL, Fondo histórico, Libro 4; Doc. 13 “Ordenanzas de Lomba”].

Este texto está extraido de Serrano Alvarez, J. A. (2014): «When the enemy is the state: common lands management in northwest Spain (1850–1936)«. International Journal of the Commons8(1), 107–133. En este enlace podéis descargar el artículo original en inglés.

La foto que acompaña el texto es de Juan Ramón Lueje y está hecha en Lario.

La misa del Gallo y los versos de los pastores a San Antonio


Ayer, día de Nochebuena, imagino que en muchos pueblos todavía se celebró la misa del Gallo. Antiguamente, además del ramo, era el día que los pastores y pastoras solían ofrecer unos velones a San Antonio.

A cambio de esa oferta, le pedían amparo al Santo recitando unos versos y contándole de cómo les estaba yendo. Era una especie de rendición de cuentas: le detallaban si el año había sido seco, si había habido pestes en el ganado o si había sido bueno. También le explicaban al santo del maltrato de los ‘amos’, de las desventuras de ser pastor y de los peligros a los que se enfrentaban, como el lobo o el mal tiempo.

También en ocasiones, se incluían versos más o menos jocosos aludiendo a situaciones que habían pasado los propios pastores o se deslizaba alguna ‘crítica social’; como es lógico, no se solían exceder ya que todo ello se desarrollaba dentro de la iglesia bajo la mirada del cura y todos los convecinos.

Más allá de la celebración religiosa, como ya contamos en alguna otra entrada del blog, estos pasajes rituales servían para reforzar los lazos comunitarios. Era un momento de celebración, en el que los pastores y pastoras —generalmente muchachos y muchachas jóvenes— eran protagonistas. Y también, hay que recordar que San Antonio era patrón de los animales y nunca estaba de más ‘solicitar’ la protección del santo.

A continuación tenéis los versos de los pastores de un pueblo de La Cepeda a San Antonio. Está sacado de «Cuentos en Dialecto Leonés» de Caitano A. Bardón, y como puede verse está en llionés:

¡Oh S. Antonio benditu!
Santo bienaventurado.
Eiqui venimus las pastoras
que ñus guardéis el ganado,
de lus rucios d’Abril,
y lus torvones de Marzo,
del mercader zangarrián,
aquel del hábito pardo,
que por vallinitas fondas
suele venir rastreando.
Prumeru mira si hay perros,
que le arrumienden el sayo.
Desque vei que nu lus hay,
acumete pal ganado.
Ñus escoge las mujores
y nunca ñus paga un cuarto;
Le mandamus lus menistrus,
y pónse muy enfadado,
y ñus anseña unus dientes,
que se ye corta a una el cuajo.
Desde el teso de las eras
llegamus al Cuesta Barro,
dende allí damus la güelta,
alrudor cun el ganado,
y turnamus pa casina,
onde reñen nuestrus amos,
y on nos repuchan y dicen,
que bouna vida vivamus.
Mujor se la llevan eillus,
junta la llumbre sentados,
cumiendu buenus turreñus,
y eichandu buenus tragos.
Y nusoutras las pastoras
pur el monte trumpicandu,
eiqui cayu de custiellas,
a ende, la banción de un lado,
eiqui, escachu la cabeza,
eilli, discumpongó’n brazu.
¡Oh San Antonio benditu
estos si que son trabayos.

Por último, hay que indicar que, tal y como indica el profesor Joaquín Serrano, es posible que este ‘cantar’ al igual que otros muchos que se cantaban en pueblos de La Cepeda o la ribera del Órbigo hayan salido de la pluma del sacerdote de Antoñan del Valle, Antonino García Álvarez. En su libro «El manuscrito de Antonino García Álvarez (1783-1858). Poeta de la ribera del Órbigo (León)», el profesor Serrano proporciona convincentes detalles de que, efectivamente, este párroco escribía estos versos a demanda de los pueblos de la contorna. Y estos versos de Caitano A. Bardón son una muestra de que los versos se iban incorporando al ‘acervo cultural’ de cada pueblo, manteniéndose durante muchos años.

En fin…

¡Qué pasen unas Felices Navidades y que el 2021 venga cargado de prosperidad!

Pérdidas, desapariciones y olvidos: Mantequerías Leonesas


Imagino que para mucha gente el año 2020 ha sido  un año ‘complicado’, por llamarlo de alguna manera. Suerte que ya queda poco para que acabe, aunque queda la parte más dura del año: las Navidades. Aunque la publicidad intenta vendernos aquello de paz, amor y felicidad, las fiestas navideñas son un asco…

Que nadie se ofenda, me refiero a que es un asco el consumo que todo lo invade y esas comidas familiares pantagruélicas.  Imagino que estamos todos de acuerdo que en estas fiestas la comida es muy importante. Relacionando Navidad y comida rica me viene a la cabeza las que fueron las primeras tiendas ‘gourmet’ de España: las Mantequerías Leonesas, fundadas por gente de Laciana.

Hay dos libros de Victor del Reguero que detallan bastante bien como surgió este empresa, motivo por el que no entraré en demasiados detalles. Un primer aspecto a destacar es que, aunque en la creación de Mantequerías Leonesas hubo diversas personas, el ‘alma mater’ de esta iniciativa fue Marcelino Rubio, de Villager de Laciana, quien había heredado de su padre el oficio y la lechería, y de su suegro una importante cantidad de manteca. Un aspecto a destacar de la biografía de M. Rubio es que fue alumno de las Escuelas Sierra-Pambley y recibió ayuda de los profesores Juan y Ventura Alvarado y Albó para montar una lechería moderna, tal y como queda documentado en una de las memorias de la Escuela:

El hecho de la lechería de Villager nos llena de orgullo y es de tanta importancia para el país (…). Hace un año comenzó La Laceana trabajando 90 litros diarios y hoy trabaja 800 y pronto trabajará 1.500 ó 2.000. A los pocos meses de fundarse hubo que traer una mantequera mayor y hoy tiene instalada una nueva centrífuga o desnatadora que desnata 400 litros por hora. Toda la manteca que trabaja dicha fábrica la vende fresca a buen precio (…). El público está entusiasmado y llevan hoy leche á la fábrica gentes de Orallo, Caboalles de Abajo, Llamas y los Rabanales, todo el pueblo de Villager, de San Miguel y de Villablino, y además en caballerías ó carros va la de Sosas y Rioscuro recogida por lecheros pagados por la fábrica

AFSP, Legajo 7. “Memoria del curso de 1899 a 1900”

Precisamente, unos años más tarde, en 1905, esta fábrica era todo un éxito tal y como explica Rivas Moreno en su libro «Lecherías y queserías cooperativas: seguro del ganado»:

Como al mismo tiempo, una persona del país que había residido unos años en Madrid, y practicado y estudiado en esta Escuela la fabricación de manteca, se proponía montar una pequeña fábrica, se desistió de la Cooperativa. La Escuela y su profesor de lechería, ayudaron desinteresadamente a dicho fabricante, y éste montó la industria. Empezó trabajando 80 litros diarios; al año amplió la fabricación hasta 200, y hoy no trabaja seguramente menos de 2.000 diarios por término medio al año, y su manteca es la que tiene mejor precio en el mercado, compitiendo con ventaja con la extranjera. El fabricante se llama Marcelino Rubio y tiene su fábrica en Villager (…)”.

Unos años más tarde, M. Rubio abrió un comercio en Madrid llamado La Laceaniega que, en 1920, trasladó a la calle Alcalá bajo la denominación de «Mantequerías Leonesas». Se trataba de un local grande y decorado con elegancia y buen gusto, tal y como se puede ver en este anuncio:

Precisamente esa fue una de las claves del éxito de las ‘Mantequerías Leonesas’: iban dirigidas a personas con un cierto poder adquisitivo —prueba de ello es la foto de Audrey Hepburn comprando en una de estos establecimientos y que pueden ver encabezando esta entrada—. Por esta razón, los locales de Mantequerías Leonesas solían estar situadas en las mejores zonas comerciales de ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla. Así por ejemplo en Barcelona tenía sucursales en la Rambla de Catalunya y en General Mitre con Balmes, en la zona del Putxet.

Además ofrecía productos de calidad y/o exclusivos / novedosos con una presentación muy cuidada; así por ejemplo, la manteca elaborada en Laciana se presentaba en cajas de hojalata de todas formas y tamaños. Otra de las producciones de la casa era el queso CRAMT —acrónimo que respondía a las iniciales de sus hijos: César, Rafael, Amílcar, Manuel y Tomás— que dicen que en nada envidiaba al Cabrales asturiano ni al Roquefort francés, o la Leche Condensada Los Mellizos, también fabricada en Villager, posiblemente la primera de este tipo que se elaboró en España. Además de productos lácteos de León, vendían embutidos y otros productos de la montaña leonesa.

En relación a lo anterior hay que destacar que otra de las claves del éxito de Marcelino Rubio es que, siguiendo los métodos de fabricación impulsados por las Escuelas Sierra-Pambley de Villablino, apostó por producciones de calidad. Para mejorar los procedimientos de fabricación envió a sus hijos a estudiar a Francia y se implicó en la mejora del ganado vacuno local y de la producción de manteca y queso, como atestiguan los numerosos premios recibidos en los concursos de ganado y las medallas de Exposiciones Nacionales e Internacionales en las que participó. En este sentido, la ‘mejora’ de la raza mantequera leonesa le debe mucho a este hombre.

Por otro lado, M. Rubio supo aprovechar mejoras tecnológicas como la desnatadora mecánica para producir manteca, pero también la llegada del camión como medio de transporte para recogida de la leche, o la difusión del frío industrial para la conservación de los alimentos. Además, las Mantequerías Leonesas fueron los primeros establecimientos en poner en práctica el concepto de ‘autoservicio’ con las cajas para pagar a la salida del negocio.

Finalmente hay que destacar que — tal y como detalla Alicia Langreo en «Historia de la industria láctea española: una aplicación a Asturias»—, M. Rubio además de las ‘Mantequerías Leonesas’ se asoció con otros productores lácteos en Galicia, Asturias, o León, entre ellos LARSA (Pontevedra), la Lechera de Cancienes (Asturias) o Industrias Lácteas Leonesas S.A. (ILLSA), siendo uno de los impulsores, a la vez que pionero, de las industrias lácteas en España.

Marcelino Rubio murió en la Guerra Civil. Aunque no se le conocía filiación política, por su condición de empresario fue encarcelado por elementos republicanos en Mieres, muriendo en un bombardeo franquista del centro de la ciudad. El negocio de ‘Mantequerías Leonesas’ fue continuado por sus hijos que llegaron a tener una treintena de establecimientos en las principales ciudades españolas.

Bien, para ir concluyendo esta entrada, destacar que en la postguerra las Mantequerías Leonesas bajo la dirección de su hijos César y Rafael tuvieron un auge espectacular. Y con todo ello, llegamos a 1982, año en el que Galerías Preciados —aquellos grandes almacenes fundados por Pepín Fernández, primo de Ramón Areces y competidores de El Corte Inglés— adquirió la firma. En realidad, Galerías formaba parte de RUMASA, el holding propiedad de Ruiz Mateos, que pagó por Mantequerías Leonesas 350 millones de pesetas, pagaderos en 5 años; la empresa creada por M. Rubio aportaba al grupo una red de 13 supermercados y 15 tiendas y una facturación anual de unos 3.300 millones de pesetas.

Justo un año más tarde, el 23 de febrero de 1983, RUMASA fue expropiada por el Gobierno español y las empresas que formaban parte del grupo fueron vendidas a diversos compradores. Mantequerías Leonesas, con 536 trabajadores y un volumen de ventas de 4.302 millones, fue adquirida por unos 600 millones de pesetas por la cooperativa sindical alemana Coop AG —principal accionista de Oscar Mayer SA— que acabaría quebrando y vendiéndola a los antiguos gestores, encabezados por Justo López-Tello.

En 1995, Mantequerías Leonesas —cuya suerte estaba ligada a la de Galerías Preciados—, acabó quebrando y las famosas tiendas desaparecieron o fueron ‘absorbidas’ por otras cadenas locales de supermercados como Froiz en Galicia o Caprabo en Cataluña.

Bien. Hasta aquí la historia. No deja de resultar paradójico que en ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla fuese más fácil conseguir productos leoneses en las primeras décadas del siglo XX que no en pleno siglo XXI.


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