Pelando lúpulo


Desde los polvorientos desvanes de mi memoria a veces pugnan por salir recuerdos de mi primer trabajo, cuando todavía la edad podía escribirse con el uno en primer lugar y en el segundo no pasaba del dos. Me refiero a la pela del lúpulo, que allá en la década de los sesenta era labor manual, artesanal casi, podría decirse.

Inolvidable fue esa experiencia en los predios de la Campaza, un lugar a orillas del Órbigo que, sin pretenderlo, tenía el melancólico aire de un decadente jardín de inspiración romántica, propiedad que lo fue de la Fundación Sierra Pambley, aquella de la Institución Libre de Enseñanza. Ciertamente las inmediaciones de aquellas fincas de lúpulo tenían algo que las hacía singulares, aunque hace tanto tiempo que quizá la cabeza por su cuenta se ha complacido en mitificar.

Sea como fuere la incorporación al mundo laboral, aunque fuera de forma eventual y de temporada, tenía el encanto de lo nuevo, de una tarea muy peculiar que no deslomaba a nadie y que en aquel paraje, mitad idílico, mitad misterioso por las umbrías cercanas del río y de la presa, confería un halo de rito iniciático que se graban en la retina y en lo profundo de tu mente puedes visualizarlo cuantas veces quieras.

La historia, por seguir un orden cronológico, era pura rutina diaria. Cuando llegabas la partida de peladores, o mejor sería decir de peladoras, porque en esta faena, tal como hoy se preconiza, no sólo había paridad sino mayoría de mujeres, muchas de las cuales iban acompañadas de sus retoños para llenar la misma saca, intentando con ello complementar los ingresos de sus maridos. En la zona entonces el trabajo no era un extraño, como sucede hoy.

Así, como cofrades en procesión íbamos en comandita hacia las fincas decoradas de postes, trepas y alambres, provistos del saco, también llamado saca. Era cosa de ver aquel variopinto grupo de  expedicionarios, todos ataviados con ropa vieja, pañuelos y pamelas las señoras con su ruidosa prole en pos de sí. Llegados al “tajo” el organizador, supervisor y encargado, uno y trino, iba tirando de las trepas hacia abajo, el alambre rompía y toda aquella vegetación trenzada caía estrepitosamente con sus flores livianas mostrándose propicias a la pela.

La labor era continua y permitía la conversación, las risas, el bullicio. La saca iba aumentando con el transcurrir de la mañana y era obligado ir procesando nuevas trepas con lo que la ubicación iba cambiando continuamente. La recomendación era pelar las motas con un trozo de “rabín”, indicación que los de mayor edad, más avezados, no solían tener muy en cuenta. Te desplazabas con tu fardel al hombro que semejaba ser etéreo, pues el peso parecía una magnitud inalterable frente al volumen. A mediodía ibas a casa o te marcabas un bocadillo.

A buena hora se retomaba la faena hasta cerca del oscurecer, era entonces cuando aquella suerte de batallón de trabajo se retiraba y llegaba el ritual del pesaje, de la desilusión, porque creyéndote dueño y señor de una voluminosa valija, escuchabas la voz fuerte del encargado que observando la romana, cantaba: siete kilos, mientras los anotaba en su cartulina. Aquel acto final, arrullado por el inconfundible aroma del secadero de aquella floresta cervecera, nunca estaba exento de murmullo y de alguna que otra reclamación, femenina sobre todo.

La faena estaba acabada y la bicicleta aguardaba a llevarte a casa con las manos raspadas por la aspereza de las hojas. Era final de verano y la calidez de la tarde/noche que te envolvía, también era gratificante. Poca era la ganancia para los más menudos, pero aprendías ya a temprana edad que nada se consigue sin el trabajo. Etéreas y fragantes horas de lúpulo.

Urbicum Flumen, diciembre de 2020

 

Foto de José Veiga Roel, fotógrafo y pintor nacido en Betanzos.

Pérdidas, desapariciones y olvidos: Mantequerías Leonesas


Imagino que para mucha gente el año 2020 ha sido  un año ‘complicado’, por llamarlo de alguna manera. Suerte que ya queda poco para que acabe, aunque queda la parte más dura del año: las Navidades. Aunque la publicidad intenta vendernos aquello de paz, amor y felicidad, las fiestas navideñas son un asco…

Que nadie se ofenda, me refiero a que es un asco el consumo que todo lo invade y esas comidas familiares pantagruélicas.  Imagino que estamos todos de acuerdo que en estas fiestas la comida es muy importante. Relacionando Navidad y comida rica me viene a la cabeza las que fueron las primeras tiendas ‘gourmet’ de España: las Mantequerías Leonesas, fundadas por gente de Laciana.

Hay dos libros de Victor del Reguero que detallan bastante bien como surgió este empresa, motivo por el que no entraré en demasiados detalles. Un primer aspecto a destacar es que, aunque en la creación de Mantequerías Leonesas hubo diversas personas, el ‘alma mater’ de esta iniciativa fue Marcelino Rubio, de Villager de Laciana, quien había heredado de su padre el oficio y la lechería, y de su suegro una importante cantidad de manteca. Un aspecto a destacar de la biografía de M. Rubio es que fue alumno de las Escuelas Sierra-Pambley y recibió ayuda de los profesores Juan y Ventura Alvarado y Albó para montar una lechería moderna, tal y como queda documentado en una de las memorias de la Escuela:

El hecho de la lechería de Villager nos llena de orgullo y es de tanta importancia para el país (…). Hace un año comenzó La Laceana trabajando 90 litros diarios y hoy trabaja 800 y pronto trabajará 1.500 ó 2.000. A los pocos meses de fundarse hubo que traer una mantequera mayor y hoy tiene instalada una nueva centrífuga o desnatadora que desnata 400 litros por hora. Toda la manteca que trabaja dicha fábrica la vende fresca a buen precio (…). El público está entusiasmado y llevan hoy leche á la fábrica gentes de Orallo, Caboalles de Abajo, Llamas y los Rabanales, todo el pueblo de Villager, de San Miguel y de Villablino, y además en caballerías ó carros va la de Sosas y Rioscuro recogida por lecheros pagados por la fábrica

AFSP, Legajo 7. “Memoria del curso de 1899 a 1900”

Precisamente, unos años más tarde, en 1905, esta fábrica era todo un éxito tal y como explica Rivas Moreno en su libro «Lecherías y queserías cooperativas: seguro del ganado»:

Como al mismo tiempo, una persona del país que había residido unos años en Madrid, y practicado y estudiado en esta Escuela la fabricación de manteca, se proponía montar una pequeña fábrica, se desistió de la Cooperativa. La Escuela y su profesor de lechería, ayudaron desinteresadamente a dicho fabricante, y éste montó la industria. Empezó trabajando 80 litros diarios; al año amplió la fabricación hasta 200, y hoy no trabaja seguramente menos de 2.000 diarios por término medio al año, y su manteca es la que tiene mejor precio en el mercado, compitiendo con ventaja con la extranjera. El fabricante se llama Marcelino Rubio y tiene su fábrica en Villager (…)”.

Unos años más tarde, M. Rubio abrió un comercio en Madrid llamado La Laceaniega que, en 1920, trasladó a la calle Alcalá bajo la denominación de «Mantequerías Leonesas». Se trataba de un local grande y decorado con elegancia y buen gusto, tal y como se puede ver en este anuncio:

Precisamente esa fue una de las claves del éxito de las ‘Mantequerías Leonesas’: iban dirigidas a personas con un cierto poder adquisitivo —prueba de ello es la foto de Audrey Hepburn comprando en una de estos establecimientos y que pueden ver encabezando esta entrada—. Por esta razón, los locales de Mantequerías Leonesas solían estar situadas en las mejores zonas comerciales de ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla. Así por ejemplo en Barcelona tenía sucursales en la Rambla de Catalunya y en General Mitre con Balmes, en la zona del Putxet.

Además ofrecía productos de calidad y/o exclusivos / novedosos con una presentación muy cuidada; así por ejemplo, la manteca elaborada en Laciana se presentaba en cajas de hojalata de todas formas y tamaños. Otra de las producciones de la casa era el queso CRAMT —acrónimo que respondía a las iniciales de sus hijos: César, Rafael, Amílcar, Manuel y Tomás— que dicen que en nada envidiaba al Cabrales asturiano ni al Roquefort francés, o la Leche Condensada Los Mellizos, también fabricada en Villager, posiblemente la primera de este tipo que se elaboró en España. Además de productos lácteos de León, vendían embutidos y otros productos de la montaña leonesa.

En relación a lo anterior hay que destacar que otra de las claves del éxito de Marcelino Rubio es que, siguiendo los métodos de fabricación impulsados por las Escuelas Sierra-Pambley de Villablino, apostó por producciones de calidad. Para mejorar los procedimientos de fabricación envió a sus hijos a estudiar a Francia y se implicó en la mejora del ganado vacuno local y de la producción de manteca y queso, como atestiguan los numerosos premios recibidos en los concursos de ganado y las medallas de Exposiciones Nacionales e Internacionales en las que participó. En este sentido, la ‘mejora’ de la raza mantequera leonesa le debe mucho a este hombre.

Por otro lado, M. Rubio supo aprovechar mejoras tecnológicas como la desnatadora mecánica para producir manteca, pero también la llegada del camión como medio de transporte para recogida de la leche, o la difusión del frío industrial para la conservación de los alimentos. Además, las Mantequerías Leonesas fueron los primeros establecimientos en poner en práctica el concepto de ‘autoservicio’ con las cajas para pagar a la salida del negocio.

Finalmente hay que destacar que — tal y como detalla Alicia Langreo en «Historia de la industria láctea española: una aplicación a Asturias»—, M. Rubio además de las ‘Mantequerías Leonesas’ se asoció con otros productores lácteos en Galicia, Asturias, o León, entre ellos LARSA (Pontevedra), la Lechera de Cancienes (Asturias) o Industrias Lácteas Leonesas S.A. (ILLSA), siendo uno de los impulsores, a la vez que pionero, de las industrias lácteas en España.

Marcelino Rubio murió en la Guerra Civil. Aunque no se le conocía filiación política, por su condición de empresario fue encarcelado por elementos republicanos en Mieres, muriendo en un bombardeo franquista del centro de la ciudad. El negocio de ‘Mantequerías Leonesas’ fue continuado por sus hijos que llegaron a tener una treintena de establecimientos en las principales ciudades españolas.

Bien, para ir concluyendo esta entrada, destacar que en la postguerra las Mantequerías Leonesas bajo la dirección de su hijos César y Rafael tuvieron un auge espectacular. Y con todo ello, llegamos a 1982, año en el que Galerías Preciados —aquellos grandes almacenes fundados por Pepín Fernández, primo de Ramón Areces y competidores de El Corte Inglés— adquirió la firma. En realidad, Galerías formaba parte de RUMASA, el holding propiedad de Ruiz Mateos, que pagó por Mantequerías Leonesas 350 millones de pesetas, pagaderos en 5 años; la empresa creada por M. Rubio aportaba al grupo una red de 13 supermercados y 15 tiendas y una facturación anual de unos 3.300 millones de pesetas.

Justo un año más tarde, el 23 de febrero de 1983, RUMASA fue expropiada por el Gobierno español y las empresas que formaban parte del grupo fueron vendidas a diversos compradores. Mantequerías Leonesas, con 536 trabajadores y un volumen de ventas de 4.302 millones, fue adquirida por unos 600 millones de pesetas por la cooperativa sindical alemana Coop AG —principal accionista de Oscar Mayer SA— que acabaría quebrando y vendiéndola a los antiguos gestores, encabezados por Justo López-Tello.

En 1995, Mantequerías Leonesas —cuya suerte estaba ligada a la de Galerías Preciados—, acabó quebrando y las famosas tiendas desaparecieron o fueron ‘absorbidas’ por otras cadenas locales de supermercados como Froiz en Galicia o Caprabo en Cataluña.

Bien. Hasta aquí la historia. No deja de resultar paradójico que en ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla fuese más fácil conseguir productos leoneses en las primeras décadas del siglo XX que no en pleno siglo XXI. En este sentido, suerte que hay muchos productores leoneses que se están animando a vender online sus productos.

Precisamente, y en relación a lo anterior, me gustaría recomendarles una página de descubrí hace poco. Se trata de «de Tapeo Box» que venden productos leoneses y te los mandan a donde tú quieras. Quesos, embutidos, miel, conservas, vinos, licores, dulces… tienen una gran variedad de productos elaborados de forma artesanal por pequeños productores locales. En fin… ahora que se acercan las fiestas, si echas de menos los productos de León, pedir una de las cajas de de Tapeo Box es una muy buena opción…

 

Tiempos de trilla


Dos constantes vitales presidieron durante siglos la sedentaria vida de los habitantes de la España «cerealera»: el polvo y la paja. Las antiguas casonas construidas de tapial o adobe, son prueba irrefutable de lo dicho. En ellas se nacía y se moría. Buena parte de su arquitectura estaba reservada para albergar la cosecha de cereal. Imborrable es la imagen del boquerón y los labradores haciéndole engullir paja desde el carro. Reservas para todo un año.

Los que conocimos los estertores de esta modalidad de vida agraria no podemos por menos que recordar con nostalgia aquellos tiempos de sudor, de cansancio, de liturgias mil veces repetidas como un inexorable tributo a los ritmos de la naturaleza. Sí, la trilla era un peaje inexcusable, la contribución de la madre Tierra hecha grano que aseguraba el porvenir de unos pagos abrasados por el verano. Caprichos de Ceres.

Para los adultos era un tiempo de apreturas. La siega y la trilla habían de conciliarse con los riegos nocturnos y aquellos hombres enlutados en pana negra, de chalecos de color azabache venidos a un parduzco desvaído y boinas igualmente descoloridas. Lucían rostros cetrinos, apergaminados por un sol inmisericorde que esculpía surcos sobre una piel resecada por agotadoras jornadas de tediosa rutina y escasez de horizontes.

Para los rapaces era un tiempo de disfrutar a pleno rendimiento. Así que te ibas haciendo mayor las obligaciones restringían el goce, pero si no habías llegado a la adolescencia, en que ya eras declarado útil, aquello era todo un no parar. Las praderas comunales con sus eras hervían de gente laboriosa. Había un continuo tráfago de carros —tarea exclusiva de hombres— que rebosantes de gavillas llegaban sorteando medas y morenas de paja. Todo era bullicio.

Bajo un hiriente sol que derretía la sesera, ni las siestas caniculares conocían el reposo. Las casas se vaciaban. Bajo los aleros sonaba el piar penetrante y sordo de los «pardales». Mujeres bajo sus amplias pamelas, cubiertas las cabezas por blancos pañuelos, dobladas sobre el taburete del trillo, solio de eterno girar, eran estampa común. Generosamente cedían su puesto a la patulea de rapaces que, voluntarios nos brindábamos a guiar machos y bueyes, ocupáramos su lugar.

Manejar una pareja de bueyes era onerosa carga para aquellos chicos hiperactivos exonerados de tareas pesadas. Su paso lento descomponía nuestros anhelos en la doméstica aventura de jugar a ser mayores. Los machos —mulos para los no versados— eran otra cosa. Su trote vertiginoso era pura adrenalina aunque a veces, el conductor neófito de aquel artilugio de madera con dientes podía acabar fuera de la era y entonces la bronca estaba servida.

Había forcas, rastrillos, botijos, polvillo, sudor y picores. Las cosas más sencillas componían la escena. Pero si había algo que fuera pura ambrosía era dejarse caer a popa del trillo cuando la parva era alta. Caer sobre aquel mullido lecho de bálago con espigas era una experiencia que dura de por vida. No había juego equiparable que pudiera desplazar a la trilla. Todo eran singularidades, incluso el juego macabro de embutir moscas en una paja con otra.

Nada había en aquellos pueblos que los unificara más, nada socializaba tanto a aquellas comunidades de gusto arcaico, ni un día de fiesta enlazaba más cuerpos y mentes. Después llegaron los ingenios motorizados que aliviaban las tareas y ya nada volvió a ser igual. En un principio, los otrora obreros, se congregaban para contemplar el ahorro de tiempo y esfuerzo que traían aquellas máquinas pero, con su llegada, desapareció una época y unos usos que permanecían invariables desde la noche de los tiempos. Cosas del progreso.

Urbicum Flumen, octubre de 2020

Por si alguien no lo sabe, la foto que acompaña al texto es de Cristina García Rodero y fue tomada en Escober de Tábara (Zamora)

Cuando la nieve era fiel compañera


El mundo en su eterno girar nunca descansa y buena prueba de ello es el cambio climático que solo los necios o negacionistas se atreven a cuestionar. La presencia de especies de latitudes más cálidas como las doradas, las ya comunes tórtolas turcas o la esporádica visita de tiburones de notable tamaño a nuestras costas, son la imagen de algunos embajadores áulicos de estas profundas modificaciones atmosféricas.

Pero otras evidencias de este trastorno telúrico resultan tan paulatinas que su instauración pasa casi desapercibida y es que, los cambios climáticos que ha conocido la Tierra han sido lentos, muy lentos a escala geológica. El actual es tan vertiginoso que se ha instaurado en poco más de medio siglo y, lo niegue Agamenón o su porquero, tiene el sello indiscutible de la especie humana como generador de este desajuste.

Una de las muestras más visibles de estos cambios imperceptibles es la escasez, cuando no la ausencia, de nieve en los meses invernales en zonas llanas de León. No quiere decir que nos veamos privados del majestuoso espectáculo que la naturaleza nos brinda todos los años en esa estación: Toda la cadena montañosa con sus cumbres nevadas. Año de nieves, año de bienes, reza el saber popular. Pero más abajo empieza a escasearnos su presencia.

Las imágenes de parajes nevados tenían un regusto centroeuropeo del que nos vamos despidiendo poco a poco, año tras año. En las zonas de montaña o incluso las que solo tienen relieve montuno, la estampa silenciosa de los pequeños pueblos con sus mortecinas luces, el humo elevándose con timidez por las chimeneas y el escenario de la nieve cubriéndolo todo teñido por el gris del anochecer, parecían encoger el paisaje al tiempo que desbordaban la imaginación de cómo transcurriría la vida en aquellos recónditos hogares.

Aguas abajo, también la nieve tenía connotaciones hoy ya casi olvidadas. Suponían días cortos de castañas, matanzas y embutidos. Remate del ejercicio anual. Bufandas, tabardos madreñas y tertulias mañaneras resguardados por paredes de solana, cual pagana adoración al sol de mediodía. Tiempos de carbón y leña en las cocinas económicas. Hoy ya no arde el carbón de León en nuestros hogares. Quizá ya no queden “hogares”.

El invierno con sus nevadas era motivo, curiosa celebración, de regocijo entre los más pequeños de la casa. Bolas de nieve, “resbaletes” de hielo, el frio de los pies hundidos en una capa de nieve que podía llegar hasta casi la rodilla. Y no era flor de un día, allá en el Órbigo la nieve solía ser convidada que se negaba a abandonarnos antes del mes, sino más. Entonces los tejados se orlaban con pinganillos de hielo que parecían colmillos del lobo que aullaba las noches ventosas. No era tal lobo, pero en las tristes noches de ventisca daba esa sensación.

Salir al campo, cuando la nieve se hacía acompañar de la pertinaz niebla navideña, sugería un mundo decadente y apagado donde hasta los animales silvestres parecían gustar de su recato. No así los pobres pardales que perecían víctimas del hambre que los empujaba y la intención aviesa de unos rapaces, poco concienciados por el medio ambiente de la época, que los atrapábamos con pajareras estratégicamente colocadas en lugares privados del blanco manto de nieve. Hoy, la vida de aquellas pobres criaturas, causa remordimiento y pesar.

Largas noches de fogón. Braseros y camillas, chasquidos de nieve al pisar, calcetines de lana, pies húmedos y reprimendas maternas. Destellos de níveos cristales en mañanas soleadas. Camas calentadas por planchas de hierro o ladrillos refractarios, ardientes al dormir, témpanos al despertar, darían para escribir varios libros, pero, como diría Kipling, esa es otra historia.

 

Urbicum Flumen, octubre de 2020

 

 

Aquellos antiguos trenes


El tren tiene algo qué hace que su presencia no deje indiferente a nadie. Mantiene, eso sí, con el barco un mano a mano para ser el preferido, pero el tren juega con una ventaja. El tren es más popular porque discurre por cualquier territorio, y el barco, pese a la fantasía, romanticismo y la épica que lo envuelve desde hace milenios, no puede competir con la infinidad de paisajes y ciudades asequibles desde aquel.

Las estaciones de ferrocarril, están siempre rodeados de una magia que impregna hasta los más mínimos detalles que participan en tan singulares escenarios. La vida se desenvuelve en estos lugares con un ritmo propio. Es como si la deformación del binomio espacio-tiempo que descubrió Einstein se hiciera realidad en ellos Las lentas esperas se truncan de raíz con las partidas o llegadas de los trenes. El tiempo distorsionado.

El cine se ha cebado con exacerbación en tales lugares. La intersección de vidas, historias, trayectorias, sentimientos, etc, son pasto de la imaginación y la fabulación ¿Cómo olvidar los trenes de vapor cruzando vastas extensiones del lejano oeste, el transiberiano o nuestro modesto ferrocarril de vía estrecha? ¿Cómo el trajín de quienes vienen y van o sencillamente han ido a esperar o despedir a alguien? Es la vida en sus detalles más intimistas.

Pero como somos gente de interior y como el tren forma parte de la vida de quienes vivimos en pueblos y ciudades por los que cruza el ferrocarril, no concebimos la vida sin su presencia, sin su paso. Incluso cuando aún no es visible su pitido, cien mil veces escuchado en la lejanía, nos recuerda su existencia. Va a llover, decían los mayores cuando el silbido se dejaba sentir venido del Sur. Si además vivías cerca de un río había un puente para la carretera y otro para la vía del tren. También los puentes gozan por sí mismos de alma propia.

Raíles sobre viejas traviesas de madera fijadas a su capa de balasto tenían el sabor de lo clásico decadente. La interminable fila de vagones de mineral de hierro camino de los altos hornos del norte son estampas imborrables. Trenes cargados de automóviles, carbón o madera. Trenes de convoyes militares. Trenes de pasajeros, cada uno con su afán. Abrazos y despedidas. Trenes del soldadito de permiso o que regresa al cuartel. Cartas y novias. Trenes de emigrantes con sus maletas repletas de esperanzas. Siempre trenes.

Imposible borrar de la mente los vaivenes y el monótono traqueteo de un tren llegando o partiendo, el contundente sonido de sus ruedas haciendo temblar el suelo o el chillido de sus frenos. ¿Qué decir de aquellas locomotoras —chocolateras les llamábamos— de vapor con su humo negro que lo invadía todo? Con ellas se fue una parte de nuestra historia, un retazo del pasado. La huella incontestable de una revolución industrial ya muy lejana.

Mi primer recuerdo de viajar en tren se pierde en la niebla de una estación. Es una imagen de un día gris de invierno, de uniformes grises de los vigilantes ferroviarios o los grises abrigos de la pareja de la policía armada. Prisas de unos. Movimiento de equipajes. Un gran reloj. Bares de estación cuyo mostrador parecía el púlpito de un camarero de brillantina y pelo aplastado hacia atrás. Malolientes urinarios. Taquillas y aquellos inolvidables billetes de cartón usados, un tesoro para aquellos niños que vivíamos en una España igualmente gris. 

Portugal aún permite gozar de algunos detalles nostálgicos de aquellos antiguos trenes y de estaciones con estética tipo Torre Eiffel. Ahora ya no quedan campanas, ni apeaderos. Todo ello pertenece a un tiempo pasado que se fue.

 

Urbicum Flumen, octubre de 2020

Mis primeras letras


Hace algo más de un lustro visité Olivenza, ciudad que Godoy arrebató a los portugueses en la Guerra de las Naranjas. Olivenza es una ciudad que ningún español debería dejar de visitar a lo largo de su vida. La recuperación para España no fue un acto de usurpación, Olivenza tiene raíces leonesas aunque, como todo lo leonés, suene a historia del abuelo Cebolleta.

Esta ciudad de regusto manuelino cuenta con un museo etnográfico donde se exhiben estampas de un tiempo pasado que no volverá. En una de sus salas se escenifica una representación de una estampa escolar en la que parece que los actores acabaran de salir por una puerta que se le antoja secreta al espectador y por donde semeja que los escolares acabaran de abandonar el aula camino del recreo.

Para cualquier visitante a quien sus primeros pasos por la escuela ya hace algún tiempo que rebasaron el medio siglo, un nudo en la garganta pugna por hacerse dueño de su ánimo y es que está tan lograda la composición, tiene tal realismo que es preciso tener una total indiferencia por el pasado propio para que semejante visión no evoque momentos en los que, quizá, solo quizá, acariciamos la felicidad.

Los recuerdos son variopintos y cada cual tendrá los suyos pero aquellos que fuimos a una escuela, no a un colegio, supongo que han de ser más intensos. La escuela tenía personalidad propia, aunque se tratase de grupos escolares. Tal vez los alumnos de colegios me puedan contradecir pero para mí es mucho más gratificante tener un maestro que un profesor. Nuestras pizarras con su pizarrín hoy son objeto de culto, entonces era material de uso común.

Lápices de colores y no de cera, incapaces de reproducir los vivos colores que exhibía el cervatillo de la caja en la que venían, la cartera, el afilador, los bolígrafos que podían perder la tinta y ponerte perdido, pupitres decadentes, rígidos y sólidos como el régimen imperante, aún lucían los dos huecos del tintero que algunos ya no llegamos a usar, el crucifijo y el retrato de Franco en el frontispicio del aula, a la que nosotros llamábamos clase, seguían marcando una férrea enseñanza de la letra que con sangre entra.

Cabezas rapadas y babis discretos ellos, coletas y babis blancos ellas. Leche americana preparada por esas mismas chicas, a veces con grumos, que en perfecta formación pasábamos a degustar. Ni que decir tiene que la estricta reciedumbre imperante, marcaba separación de sexos: escuelas de niñas y escuela de niños así que pasábamos de párvulos. Tarde de descanso semanal los jueves y rezo de rosario obligatorio al menos un día a la semana. Algunos no tuvimos que cantar el “cara al sol”, gentileza de un maestro represaliado.

 

Eran enseñanzas austeras, libros con pocos dibujos y moralina católica a espuertas que lo impregnaba todo, hasta tal punto que, por Antruejo, los maestros recomendaban evitar los inocentes disfraces y las caretas de mísero cartón sujetos por una simple goma. Era cosa de ver, ¡si muchos ya íbamos disfrazados con remiendos en la culera! Los métodos de enseñanza eran drásticos a veces y un buen número de sopapos se repartían en cada curso. Nunca supimos que nadie acabara traumatizado ni que hubiera reclamación paternal. Los juegos eran bruscos y con los pantalones cortos del buen tiempo se mostraban las “postillas” en las rodillas tratadas con “Veriscróm” como heridas de guerra. Piola, Rey del monumento, Castillo, los Pitos. ¿Y qué decir del juego de las “carpetas” hechas de naipes viejos y billetes de tren usados? Eran el tesoro de aquellos escolares que un día lo fuimos para no regresar jamás. Maestros y escuelas ya sólo son un pasado umbroso.

 

Urbicum Flumen, septiembre de 2020

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