El tren tiene algo qué hace que su presencia no deje indiferente a nadie. Mantiene, eso sí, con el barco un mano a mano para ser el preferido, pero el tren juega con una ventaja. El tren es más popular porque discurre por cualquier territorio, y el barco, pese a la fantasía, romanticismo y la épica que lo envuelve desde hace milenios, no puede competir con la infinidad de paisajes y ciudades asequibles desde aquel.
Las estaciones de ferrocarril, están siempre rodeados de una magia que impregna hasta los más mínimos detalles que participan en tan singulares escenarios. La vida se desenvuelve en estos lugares con un ritmo propio. Es como si la deformación del binomio espacio-tiempo que descubrió Einstein se hiciera realidad en ellos Las lentas esperas se truncan de raíz con las partidas o llegadas de los trenes. El tiempo distorsionado.
El cine se ha cebado con exacerbación en tales lugares. La intersección de vidas, historias, trayectorias, sentimientos, etc, son pasto de la imaginación y la fabulación ¿Cómo olvidar los trenes de vapor cruzando vastas extensiones del lejano oeste, el transiberiano o nuestro modesto ferrocarril de vía estrecha? ¿Cómo el trajín de quienes vienen y van o sencillamente han ido a esperar o despedir a alguien? Es la vida en sus detalles más intimistas.
Pero como somos gente de interior y como el tren forma parte de la vida de quienes vivimos en pueblos y ciudades por los que cruza el ferrocarril, no concebimos la vida sin su presencia, sin su paso. Incluso cuando aún no es visible su pitido, cien mil veces escuchado en la lejanía, nos recuerda su existencia. Va a llover, decían los mayores cuando el silbido se dejaba sentir venido del Sur. Si además vivías cerca de un río había un puente para la carretera y otro para la vía del tren. También los puentes gozan por sí mismos de alma propia.
Raíles sobre viejas traviesas de madera fijadas a su capa de balasto tenían el sabor de lo clásico decadente. La interminable fila de vagones de mineral de hierro camino de los altos hornos del norte son estampas imborrables. Trenes cargados de automóviles, carbón o madera. Trenes de convoyes militares. Trenes de pasajeros, cada uno con su afán. Abrazos y despedidas. Trenes del soldadito de permiso o que regresa al cuartel. Cartas y novias. Trenes de emigrantes con sus maletas repletas de esperanzas. Siempre trenes.
Imposible borrar de la mente los vaivenes y el monótono traqueteo de un tren llegando o partiendo, el contundente sonido de sus ruedas haciendo temblar el suelo o el chillido de sus frenos. ¿Qué decir de aquellas locomotoras —chocolateras les llamábamos— de vapor con su humo negro que lo invadía todo? Con ellas se fue una parte de nuestra historia, un retazo del pasado. La huella incontestable de una revolución industrial ya muy lejana.
Mi primer recuerdo de viajar en tren se pierde en la niebla de una estación. Es una imagen de un día gris de invierno, de uniformes grises de los vigilantes ferroviarios o los grises abrigos de la pareja de la policía armada. Prisas de unos. Movimiento de equipajes. Un gran reloj. Bares de estación cuyo mostrador parecía el púlpito de un camarero de brillantina y pelo aplastado hacia atrás. Malolientes urinarios. Taquillas y aquellos inolvidables billetes de cartón usados, un tesoro para aquellos niños que vivíamos en una España igualmente gris.
Portugal aún permite gozar de algunos detalles nostálgicos de aquellos antiguos trenes y de estaciones con estética tipo Torre Eiffel. Ahora ya no quedan campanas, ni apeaderos. Todo ello pertenece a un tiempo pasado que se fue.
Urbicum Flumen, octubre de 2020